Todo fue muy rápido. Arrancó con el sonido de una puerta. Hay que escribir el aroma del almuerzo regando una grata espera por todos los ambientes. La transparencia del vidrio dejó ver la figura ágil envuelta en una decisión motivada por los potentes ríos invisibles del alma. La blanca cortina, con sus universos de motivos transparentes, transformó la imagen en un surrealismo épico, heroico. Los tambores sonaron en las cavernas de la existencia. Los huracanes se agolparon en el aliento. Las manos actuaban ajenas. Los pies, en coherencia con todo, caminaron en dirección a la puerta. Los pensamientos eran una torre de babel. Así, debajo de unas nubes de figuras indescifrables, se repetía otro de los pocos encuentros entre dos melodías que confluían en alguna fugaz armonía. El resto ocurre entre cuadros pintados por la luz sobre la pared. Los colores de una falda a cuadros, la suavidad de la piel acelerando la respiración. Dice la samba “…cómo duelen las distancias de caminos recorridos…” y la ironía hace su rito. En un patio el tiempo se acomodaba. La fugacidad de momento demandaba ese abismo de miedo, ese constante sentimiento de desamparo, esa textura de momentos que transforman todo en algo ajeno; un mundo fuera del alcance, todo cubierto por un manto invisible de naturaleza incomprendida. Había que regresar a la realidad, a los lugares donde la proximidad exhala vacío inventado por los momentos, ahora inolvidables.