La idea se incubó en su mente en algún momento impreciso y permaneció allí, acunada en su letargo. Es posible que el origen se haya gestado al hojear una de esas revistas de moda mientras aguardaba en la fila del supermercado. O acaso fue su subconsciente, cautivado para siempre al aparecerse muchos años antes en la pantalla del cine la deslumbrante Sophia Loren en una escena en la que tan bien le sentaba ese sombrero alón, elegante, negrísimo, sensual. Sea como fuere, aquel pretérito enamoramiento, si se puede llamar de este modo, o alguno posterior, como el episodio de la revista, se transformó en su pasión y en su objetivo y soslayando las enormes carencias que moldeaban su casi mísera existencia, soñaba con el día enque pudiera hacerle ese regalo a su esposa, la que si bien no era la Sophia Loren, poseía un físico nada de despreciable, considerando que era alta, delgada y dueña de un rostro que rubricaba todas las demás virtudes. Imaginábala ataviada con un elegante abrigo negro, minifalda en el tono y cubriendo sus cabellos oscuros ese elegantísimo sombrero alón. Divagaba y se ensoñaba caminando junto a ella y sus dos rapaces de seis y diez años, sintiendo las miradas de admiración y de envidia de las vecinas. No le preocupaba desmerecer ante ella, vistiendo su raída chaqueta de costumbre y esos pantalones ya lustrosos por el uso. Lo importante era satisfacer esa particular fantasía, ambos paseándose a destajo por las principales avenidas, con su orgullo inflándole el pecho. La imaginaba contemplándolo con sus hermosos ojos sombreados por el sombrero alón y sonriéndole mientras dos encantadores hoyuelos jugueteaban en sus mejillas. ¡Que hermosa se vería!
Nunca pudo satisfacer ese anhelo, ya devenido en quimera, ya sea porque su sueldo era miserable y las necesidades, demasiadas. Arrendaban dos destartaladas piezas en una casona antigua compartida por otros inquilinos tan pobrísimos como ellos. Y claro, las precariedades propiciaron las discusiones, las que adquirieron categoría de huracanes que al final arrasaron con el poco cariño que aún preexistía en sus ateridos corazones.
Y un día cualquiera, el regresó a su casa tras una larga jornada en su mal remunerado empleo y notó que un eco escalofriante había reemplazado a su escaso mobiliario. Lágrimas amarguísimas rodaron por sus mejillas al comprobar que su esposa lo había abandonado. Lloró, por esa pobreza absurda que le negaba hasta la mínima posibilidad de luchar por lo suyo, reclamó a esos dioses ciegos en los que no creía por las injusticias a las que lo sometían, lloró hasta que un suspiro profundo le indicó que estaba ya seco por dentro. Y los sueños irrealizados y sus quimeras improductivas le ardieron en el pecho, por lo que se arrojó sobre el único jergón que le dejó su mujer y allí se arrebujó en las gastadas cobijas hasta que el sueño fue generoso.
Unos años después, la divisó del brazo de otro tipo, acaso tan desarrapado como lo fue él mismo. Ya la nostalgia se había desvanecido hacía mucho tiempo para dejarle una especie de costra que cubría ese muñón que era ahora su corazón. A él ahora le iba mucho mejor, sus hijos lo acompañaban y alguna aventura de poca monta le distraía a veces sus jornadas.
Lo que sí le produjo una sensación discordante, algo extrañísimo en que la nostalgia y la risa se turnaban, fue percatarse que su ex llevaba un ordinario sombrero de papel, pequeñísimo hasta la ridiculez y de un amarillo chillón. Sofrenó un suspiro al recordar ese mítico sombrero alón, pero no pudo evitar una carcajada ante tanta pero tanta ordinariez. Mas, después le sobrevino una inmensa pena. Por ella, porque la miseria ahora parecía roerle los huesos y porque acaso nunca mereció ser alhajada con esas vanas fantasías, que para él alguna vez lo fueron todo.
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