En un próspero país europeo existe un cable USB cuya extensión se cuenta en varios kilómetros. La compañía telefónica que lo fabricó prefiere no hacerle demasiada publicidad y solamente lo ofrece a sus clientes cuando no hay más remedio. Era más bien infrecuente, pero años atrás ocurría que la oficina de atención al cliente no sabía qué responder a las quejas que caían sobre los cables USB convencionales y demasiado cortos. Pero esos balbuceos quedaron en el pasado desde que los ingenieros exprimieron sus cebrebros y dieron a luz al cable USB más largo del mundo.

Enhorabuena, porque el nuevo producto acabó con ese descontento particular de los clientes. Sin embargo nadie sospechó que pronto comenzarían las devoluciones de todos los cables USB más largos del mundo, que demasiado pronto regresaron a la fabrica de donde habían salido. La oficina de atención al cliente recepcionaba ese regreso inesperado, pero al mismo tiempo no sabía darle explicaciones al gerente cuando éste comenzó a exigirlas. Lo único que podían informar era que los clientes se presentaban por segunda vez, cariacontecidos, para devolver el cable y luego marcharse de la misma manera que habían llegado, mirando el suelo.

Solamente una vez los empleados encontraron una nota en el rollo de un cable, y suponían que era un indicio, suponían. La nota apareció pegada con cinta sckotch y rezaba lo siguiente: "No puedo, es demasiado".

Entonces el gerente ordenó una inmediata y exhaustiva evaluación de campo. Un empleado de la oficina que correspondería al hombre promedio, debía llevarse el último modelo del cable USB más largo del mundo a su hogar para elaborar un informe detallado. Después de dos semanas dicho informe estaba redactado, pero asombrosamente también se titulaba "No puedo, es demasiado".

El informe que llegó a manos del gerente es exactamente el siguiente.

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No puedo, es demasiado

Debo reconocer que el cable USB funciona a la perfección, porque es resistente, impermeable, un producto «todo terreno». Hasta que prohibí su uso en mi hogar, mis hijos estaban encantados de tenerlo, sobre todo mi hija más grande, de apenas diecinueve años (mi consentida). Mi señora esposa también compartía el mismo entusiasmo por el cable. Casi sobra decir que un extremo del USB más largo del mundo vivía enchufado en el toma corriente del living-comedor, mientras el cable en sí mismo serpenteaba por toda la casa hasta naturalmente finalizar en su otro extremo, casi siempre conectado al teléfono de mi hija o de mi señora esposa. Era maravilloso comprobar que nunca se enredaba, supongo que gracias al material compuesto especialmente diseñado por nuestros ingenieros. No importaba cuántos obstáculos se interpusieran en su camino, cuántas patas de sillas y mesas o de perros o gatos pretendieran atravesarse frente al cable, él salía airoso de la prueba para cumplir su función específica. En el patio y en el jardín ocurría igual, donde ni siquiera las agudas espinas de los rosales conseguían hacerle un solo agujero. El cable inspiraba tanta confianza que mi esposa se olvidaba de desconectarlo de su teléfono cuando iba al almacén o la verdulería. Mi hija tenía la misma clase de olvidos, contenta se despedía rumbo a la heladería donde la esperaban sus amigas de toda la vida, mientras en su bolsillo guardaba su teléfono con el USB todavía conectado. Aquí empezaron los problemas. Y pido perdón por las confidencias y por los detalles más bien domésticos, pero debo decir que el extremo del cable USB se la pasaba más afuera de nuestro hogar que adentro, y la peluquería era un buen ejemplo, situación que provocaba durante varias horas berrinches en mi hija y hasta críticas por anticipado respecto al corte de pelo de su madre, además de violentas intenciones de irrumpir en la susodicha peluquería para apoderarse del otro extremo del cable y traerlo de regreso. En mi casa ya nadie quería usar los otros USB convencionales y de apenas un metro. La estrella de la casa era el nuevo USB diseñado por los ingenieros de la empresa, y tanto mi esposa como mi hija se lo disputaban ferozmente. Repito, así comenzaron los problemas, que llegaron a su punto culminante la noche en que mi querida hija se llevó el extremo del cable mientras mi esposa me taladraba la cabeza con que su teléfono apenas sobrevivía en modo ahorro de energía. Después de dos horas sucedió lo inevitable y, perdón por el detalle, mi esposa sufrió un inquietante ataque de histeria. El cable USB salía a la calle por abajo de la puerta. Yo estaba preocupado porque ya eran más de las doce de la noche y mi querida hija no regresaba y tampoco respondía los mensajes. Era la primera vez que nos hacía algo así. El cable doblaba la primera esquina y subía por la siguiente calle hasta entrar en la avenida principal donde los autos y los colectivos lo pasaban por encima sin hacerle un solo rasguño. Muchas otras virtudes le descubrí al cable a medida que me acercaba a su extremo final. Pero cuánta lucidez puede tener un padre cuando descubre que un cable USB pasa por debajo de la entrada de un hotel alojamiento, recorre los pasillos semioscuros y entra en una habitación donde el apuro y el descuido hicieron olvidar a sus ocupantes cerrar herméticamente las ventanas.