Estaba todo bien, salvo el payaso de McDonald. Cada vez que lo veía venir, Agustina sentía que se le morían las mariposas en el estómago. El deber de un payaso era hacer payasadas, hacer reir a los niños y sacarse fotos con ellos, y aunque éste pobre idiota lo hacía bastante bien, apenas se desocupaba volvía a acercarse a la mesa de Agustina, haciéndose el que no escuchaba ni veía nada.
A pesar de que Erik estaba ahí sentado frente a ella, tan varonil y musculoso como siempre, Agustina se sentía sola y desamparada, incapaz de gozar cada vez que Erik le miraba su escote de colegiala e incluso le rozaba una pierna por abajo de la mesa. De alguna u otra manera, los años le habían enseñado a disimular que todo estaba bien, aunque en algún momento estuvo a punto de interrumpir a Erik, cambiar de conversación para abruptamente acusar al payaso de McDonal de estar solamente ahí parado a cinco metros de distancia, a veces a dos, a veces a tres.
Había días en que el payaso brillaba por su ausencia. Erik no se daba cuenta pero Agustina claro que sí. Independientemente de eso, se sentaban casi siempre en la misma mesa, donde podían coquetear cuando nadie los molestaba. Nadie sabía que todas las tardes después del colegio iban a sentarse ahí, excepto la mejor amiga de Agustina, porque era de confianza. Cualquier otra "amiga" enseguida le hubiera ido a contar a Germán que su novia lo engañaba a la salida del colegio.
Lo miraba y sentía deseos de besarlo, de que Erik terminara de una buena vez de masticar su hamburguesa para llevárselo de la mano a la plaza, donde podía besarlo hasta que las bocas empezaran a chorrear tanta saliva que hiciera necesaria una pausa, tomar aliento y otra vez a chorrear saliva. Para colmo él volvía a mirarle el escote de colegiala y a rozarle la pierna por debajo de la mesa, mientras Agustina iba olvidándose del payaso y solamente tenía ojos para esos músculos, para esos pelos en la barba, y para esas rastas en la cabeza. Porque Erik era cool, muy cool, sobre todo cuando montaba su enorme patineta, un skate en realidad.
Eso le aclaraba Erik, lo mío es el skate, no la patineta.
Así daba gusto, total, ella era habilísima para no levantar sospechas, ni en su familia ni en su novio Germán sobre todo. Antes de verse con él se ponía en la boca dos o tres pastillas de menta y unas cuántas rociaduras de desodorante de piés a cabeza. En cambio con Erik no, cuando él le escribía "te estoy esperando en el lugar de siempre", las pastillas de menta iban a su boca y el perfume a su cuerpo por razones bien distintas. Erik tenía plata y, según decía, su papá estaba por comprarle un auto 0km al terminar el colegio. Qué dilema entonces, qué difícil era la vida cuando te daba tan buenas opciones. Claro, a su mejor amiga le contó todo, sin olvidarse lo del auto, y cuando su mejor amiga la aconsejó, Agustina sintió que recibía el mejor consejo que nadie le pudiera haber dado, "escuchá tu corazón".
Aunque Erik no era celoso, se merecía ser el único y el oficial. Eso tenía decidido Agustina la tarde en que otra vez colgó su mochila en el respaldo de la misma silla, miró los músculos de Erik y se sentó frente a él. Pero antes de decírselo se tomó el tiempo necesario para mirar de reojo hacia el pasillo, quizás con ánimos de desafío o simplemente para refregárselo en la cara y claro que sí, ahí estaba el payaso, de repente tan solo y mirando a la distancia. |