Ése día al entrar a clase ya finalizado el recreo, la niña sintió que algo no andaba bien. Notó a su maestra de primer grado, cerca de su asiento y alrededor de ella, todo un grupo de niños exaltados, carcajeando y chillando. Desde la puerta, pudo ver que la maestra sostenía en alto la cartera de clases que le pertenecía, y del mismo iba sacando entre risotadas y cara de asco, en medio del griterío general, una serie de bananas podridas, pegoteadas y malolientes.
¿Acaso se había atrevido a meter mano en sus pertenencias? ¿cómo se atrevía a burlarse y a incitar a sus compañeritos a hacerlo? ¿porqué no había hablado antes con ella?
La chiquita de sólo cinco años, se acercó a ellos con su cara roja de... ¿vergüenza o furia? Como sea, ante las preguntas inquisidoras de su maestra sólo pudo contestar con un silencio. No sabía el motivo del hecho. Lo único de lo cual era consciente, era que nunca debió hacer eso, estaba mal apilar una a una las bananas que en su único gesto de cierto cuidado, le daba a diario su madre. Pero le era imposible comerlas, no las miraba, ni siquiera quería tocarlas. Simplemente no podía, le provocaba arcadas el sólo verlas. Aunque no tenía la menor idea del motivo. Entonces, ¿qué podía tratar de explicarle a su maestra?
Al cabo de un rato todos se cansaron y la dejaron con su cartera de clases abierta, quedó como violada. Mostraba aún en el fondo, docenas de bananas negras como la muerte misma, representantes de una honda, profunda vergüenza; bananas incrustadas en las páginas de su primer cuaderno, bananas incrustadas entre las páginas de su primer libro de lectura, un puré hediondo de bananas rancias que - sin sospechar siquiera el papel que la sicología juega en este tipo de problemas - la remitían directamente a su padre.
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