Por. Virgileo Leetrigal
Ayer me sentí con ganas de enfrentar cualquier peligro; me movía delirante, envalentonado y beligerante, pese al franco deterioro de mi salud. Percibir que el estado anímico de la gente del pueblo, andaba, de modo colectivo, en sentido contrario al mío, me ponía peor. Esa gente deambulaba timorata y asustada por la dramática realidad que afrontaba y las espeluznantes noticias que llegaban de afuera. En el pueblo, las mujeres más que los hombres, clamaban por ayuda y trataban de curar a sus familiares enfermos; otras, los veían morir y lloraban con impotencia ante la inmediata sepultura. Ya no había velorios, porque el miedo al voceado pacto de la muerte con la desconocida peste, se había generalizado.
Algunas personas, en apariencia, aún saludables, tenían las orejas puestas en la radio; la televisión aún no ha llegado allí. Trataban de captar recomendaciones que ayudaran a prevenir o frenar el contagio con el mortal virus...
Ví todo eso y más; y, al sentirme ya contagiado, cuál Quijote sin armadura, enfermo, sin Sancho ni caballo, decidí abandonar el pequeño pueblo que me alojó un tiempo. Salí con fiebre, dolores de cabeza, tos y agitaciones; así partí, una madrugada fría y oscura. Tomé esa decisión, porque antes pensé no debía ser carga ni elemento adicional de miedo para la gente; además, allí no tenía a nadie quien me auxilie; y porque no soy de las personas que se resignan a morir sin luchar. Yo debía quemar mis últimas fuerzas en la búsqueda de una posible cura para el terrible mal.
A unas horas de mi agitado trajinar, trepando una montaña por un camino muy accidentado; ingresé, sudoroso y deshidratado, a una pendiente más leve; miré a mi izquierda y ví una choza solitaria dentro de un raleado bosque. Crucé su cerca y seguí el sendero que orienta hacia dónde está su acceso o puerta. Por mi respiración agitada, solo un ligero atisbo al entorno, me hizo percibir un olor a aserrín y sábila de árboles; ví rumas altas y alargadas de troncos y de leña fresca. Allí, sin duda, vivía o trabajaba un leñador.
El bohío era de tierra compacta, con enlucidos parciales de barro; su olor acre lo corroboraba. Los filos de su techo 'a dos aguas', desalineados y con apariencia vetusta, impedían reconocer su material; sin embargo, algunas ramas colgantes indicaban que esa cobertura estaba tapizada de éstas y más hojas secas de árboles, consolidadas allí por el viento y otros factores climáticos... La cerradura de la puerta tenía la llave puesta; me atreví a girarla y la puerta se abrió como invitándome a pasar al pequeño ambiente; dí dos pasos silenciosos hacia adentro y sentí más intenso el olor a tierra húmeda. Hacia su lado derecho, entrando, el cuartucho no albergaba ninguna cosa o enser, ni en su piso ni en paredes; y yo, por mi agitación y respiración dificultosa, husmeaba en busca de agua y algún remedio para mis males, pero nada de eso había allí...
Algo decepcionado, giré y me dispuse a salir; la hoja de la puerta estaba allí, podía tocarla, batirla, pero ya no estaba el vano; yo había quedado tapiado, atrapado dentro del rústico ambiente, por alguna fuerza rara, misteriosa y maligna. Gracias a la luz tenue que ingresaba por la pequeña ventana, vi hacia mi derecha, colgado en la pared, un espejo antiguo, elíptico, con marco de relieves bronceados y negros, era el único artículo dentro de toda la habitación.
Enclaustrado y con la agitación que me asfixiaba a matarme, sentía desfallecer. El sol se ocultaba y la noche empezaba a desplegarse sobre la zona como un enceguecedor manto oscuro…
En ese trance, quise acercarme al espejo para mirar mi rostro; pero la manita extendida de una misteriosa niña, se cogió de la mía y me frenó de un jalón. Luego ella, muy apresurada, echó mi brazo derecho a su hombro, me cogió por la cintura, se acopló a la debilidad de mis piernas laxas y ya dobladas; me invitó a rigidizarlas como para impulsarnos al unísono y dar un salto contra la pared que antes tenía el vano de la puerta; así, nuestros cuerpos se elevaron, traspasaron el muro y cayeron al otro lado... Esa salida, desde el interior del ambiente hacia el corredor, fue como un acto de magia; como pasar por un túnel cuántico a velocidad sobrenatural. Una vez afuera, la niña me dio agua de matico para beber; pero aun así desfallecí...
Desde mi subconsciente oí acercarse, vociferar y gritar al leñador; su tono era airado, amenazante y belicoso; me insultaba a voz en cuello. Y yo, que quería recobrar conciencia y fuerzas para enfrentar y escarmentar a ese depredador de bosques que lo sentía cerca, sin poder verlo. Mi rara agresividad se acrecentó al percibirlo como uno de los culpables de la alteración del clima, de la aparición de la peste, de la desgracia del pueblo que dejé atrás y de la mía misma. Yo quería enfrentarlo para descargar mi indignación sobre él, pero los jaloneos de la niña se hicieron más intensos y apresurados para controlarme; con su fuerza sorprendente y descomunal, logró sacarme a rastras de allí, pese a mis casi ochenta kilos de peso. Ella, con cada gran esfuerzo, parecía indicarme que estábamos en gran desventaja frente al hostil y bien armado leñador; que era mejor apresurarnos y salir del dominio de aquel malgeniudo y endemoniado depredador de la naturaleza; y así fue...
Devuelto a mi camino inicial, aparecí tendido de cúbito dorsal en una de sus orillas; allí, la mano amorosa de otra mujer, esta vez adulta, tocó mi afiebrada y sudorosa frente y me dijo: ¡vete ya!; por aquí, personas como tú no deben atreverse a pasar sin compañía; el agua que bebiste te mejorará; y, para ti, la vida y la lucha siguen...
Hasta que llegó el instante de volver en sí; es decir, aquel en el que volví en mí... Consciente de la realidad, me sentí aliviado; entendí mejor el valor y necesidad del cuidado a la biodiversidad y riqueza natural; y, además, comprendí que mis sueños, caminatas, osadías, rebeldías y agitaciones tendrán que continuar.
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