Aquel día de Otoño, en el que la temperatura diurna fue más bien alta para la fecha del calendario en la que estábamos, el tiempo tuvo un cambio inesperado cuando a eso de las cinco de la tarde, el viento cambió de dirección y empezó a picar cada vez con más fuerza, como consecuencia, las temperaturas bajaron con una rapidez inusitada, la sensación de frío aumento inesperadamente y el cielo se fue oscureciendo a pasos agigantados.
Comenzó a llover, Paco, tuvo que salir a toda prisa hacia la casa, se había retrasado en segar la hierba para los animales y ahora en medio del campo, no era capaz de mover la carga de hierba de la carretilla, el peso hacía que la rueda se hundiese cada vez que lo intentaba.
Hacía varios años que vivía sólo, era casero en un pequeño cortijo de la sierra de las avutardas, pero el presentimiento que tuvo ante aquel inesperado y brusco cambio de tiempo, le erizó la piel.
Todo comenzó el 28 de Octubre, recordó cuando de niño, ayudando a su padre, ocurrió prácticamente lo mismo; cuando el tejado de la cuadra estaba más pesado por la nieve y húmedo por la lluvia, el viento lo arrancó de cuajo, su padre quedó sepultado bajo los escombros y cuatro vacas murieron, cuatro vacas que había comprado tan sólo hacía un mes y la ruina volvió de nuevo a su casa, quedaban por pagar 6 meses de las vacas.
Su madre, diagnosticada de depresión compulsiva, no pudo soportarlo; sin recursos, sin dinero y cargada de deudas, no supo cómo hacer frente a tanta desgracia y abandonó al resto de la familia. No llegó ni a enterrar a su marido. La misma noche de la cabezada, que así es como se llamaba a la noche del velatorio en aquel pueblo de la montaña asturiana, abandonó Cienfuegos, el pueblo que la vio nacer.
Por tal desgracia, los hermanos fueron separados, Atanasia la mayor la enviaron a Madrid a servir en casa de unos familiares lejanos del padre, María del Carmen a Tarragona con otros familiares de su madre y Paco con nueve años fue exigido por el terrateniente de la zona como pago por las 6 vacas que debía su familia.
Lo enviaron con Asunta y Manolo, los caseros del terrateniente que no tenían descendencia. Con ellos pudo mal vivir hasta que el Ejército lo reclamó para realizar el servicio militar en San Fernando, Cádiz, donde conoció la mar y del que quedó cautivado por las puestas de Sol.
Tanto le gustaba la mar, que al terminar el servicio militar, se quedó en Cádiz y pudo encontrar trabajo como calafateador en el muelle de Chiclana, pero sólo duró en este trabajo cuatro años, la bebida, las cartas y las malas compañías lo obligaron a abandonar Chiclana embarcado en un buque congelador que zarpaba hacia el Mar del Norte; un viaje que duraría 6 meses.
Después de vagabundear por esos puertos perdidos de la mano de Dios y de estar ocho años embarcado y durante muchos meses sin bajar a puerto, en su primer descanso en tierra después de tanto tiempo, conoció a Marina, una camarera del bar del puerto, morena, casi tan alta como él, ojos azules y dicharachera como nadie, y para colmo hablaba español, una lengua que no escuchaba hacía ya más de 2 años.
Fue todo un flechazo, hasta el punto que no volvió a embarcar en aquel buque. Holandesa, separada, muy liberal, oriunda española por parte de madre; de ahí que hablase español perfectamente y con dos hijos pequeños.
Ella le ayudó a encontrar trabajo en uno de los barcos de pesca de la zona, estaba fuera cuatro días a la semana y tres días de descanso. Y así comenzó una larga convivencia que duró veintiocho años.
Día tras día, se preguntaba cómo podía soportar a aquella mujer doce años más joven que él, que por muy buena que pareciese por fuera, era totalmente insoportable cada vez que entraba por las puertas de la casa y sólo una cosa lo mantenía con ella, el amor y el cariño que tenía a sus hijos. Ellos no tenían culpa de cómo era su madre. Llevaba con ellos casi toda una vida.
Habían crecido protegidos de su madre gracias a él, nunca dejó que les pusiera una mano encima, por muchos esfuerzos que ella hiciera y por muchas excusas que se inventase para castigarlos.
Pero ya con sesenta años, empezaba a estar cansado de tantas disputas. El día que tomó la decisión, se levantó a media mañana, preparó su maleta y fue a casa Joep, el hijo mayor a contarle su decisión, pero no fue capaz de acercarse al colegio donde trabajaba Harm, el menor de los dos hermanos. Le pidió a Joep, que lo despidiera en su nombre, se montó en el coche y pasó directamente por la cafetería donde seguía trabajando Marina.
Cuando ella lo vio aparecer, comprendió que la discusión de la noche anterior había sido la última. Sólo cruzaron unas pocas palabras, se desearon suerte y con un gesto despectivo le dejó sobre la mesa las llaves del coche. Salió por la puerta de la cocina de la cafetería y directamente levantó la mano, el taxi se acercó de inmediato; ya salía del recinto portuario cuando no pudo aguantar las lágrimas, lloró desconsoladamente hasta que llegó a la estación de tren de Harlingen-Haven dirección Ámsterdam donde esperaba su vuelo a España.
A pesar de la lluvia, no tuvo más remedio que pensar en cómo acercar la yerba a los animales.
Preparó la mula y un pequeño arnés para poder atarlo al carro. Con esfuerzo consiguió llegar hasta las cuadras, cambio el agua y llenó los comederos. Apagó la luz y se marchó a la casa. Ya era noche cerrada, casi las ocho y media.
Estaba calado hasta los huesos y tiritaba de frío continuamente. Avivó la chimenea para calentar la casa y comenzó su rutina nocturna. Puso la radio y se dio una buena ducha calentita para recuperar el tono.
No recordaba haber preparado la cena, pero sin embargo allí estaba, lista y humeante.
En RNE sonaba el programa “24 horas” con Miguel Ángel Domínguez, su programa favorito y su único lazo de unión con la realidad. Hoy tenía más frío de lo normal, movió la mesa hasta colocarla justo delante de la chimenea y comenzó a cenar.
A eso de las once de la noche, un poco más tarde de lo que venía siendo habitual, se acostó a leer unas líneas, pero antes de quedarse dormido sus últimos pensamientos fueron para Joep y Harm, los dos hijos de la que fue su pareja casi treinta años y a los que consideraba su única familia, ¡quién sabe si los volvería a ver algún día!, los restos de la cena se habían quedado sin recoger.
Algo rondaba su cabeza pero no llegaba a entender que era, daba vueltas y vuelts en la cama, encendió y apagó la luz de la mesilla de noche varias veces, hasta que en un momento de su oscuridad, alguien le tocó el hombro.
—¿Papá, estás bien, te noto nervioso?
—Y. . . . ¿quién eres tú?
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