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Tuvo que venir el coronavirus para poner fin a mis fechorías- como las llamaba mi mujer. Lo que no había conseguido la ley lo obtuvo aquel bichito diminuto. Vamos, que si se caía de una mesa se mataba. Fue al poco del accidente con el volvo cuando se declaró la pandemia. Seis semanas con sus siete días cada una estuve sin moverme de la casa. Aquello operó como un psicoanálisis. Del modelo junguiano. Subapartado "emparedador"- podríamos llamarlo. Ahí sí me tenía cogido. La alternativa etílica era escucharla a ella. Pero no opté por la primera. Traté de entenderla. Y descubrí a mi desconocida esposa, precisamente, gracias a aquel diminuto ser que si se caía de una mesa se mataba. Todo lo que parecía inquina se transformó en filosofía; y era que tenía a una sabia en casa. Con todo el desarrollo de sus planteamientos, parecían menos absurdos, habitando en un oscuro y lejano rincón de su psique la lógica. Pero para ello había que haber seguido todo aquel camino. Imposible sin el bicho mortífero.
Mi mujer era amante de los nombres raros, y en cuanto empezó a desarrollársele el bulto indicial del embarazo, acabó por estropear todo aquel idilio.
- Si es niña, en agradecimiento al hecho que nos ha vuelto a unir, le ponemos "covid" a la chica.
- Sí, pero con mayúscula- contesté yo por decir algo.
Me lo había dicho mi madre. No te cases con la hija de un soldado. Y no era un soldado cualquiera, que era de academia y de alto rango. Pero yo no le hice caso. A mí, además de servirme para llevar una "mili" plácida, me gustaba hasta tal punto. Cuánto me acordé de aquella santa mujer cuando oí aquellos propósitos "nominativos".

Texto agregado el 19-11-2020, y leído por 66 visitantes. (2 votos)


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