¿Guillermo? ¿Gabriel? El nombre de ese amiguito se evaporaba en el sombrío y difuso pasado. Y a medida que trataba de acertar con esa clave inescrutable, más interrogantes claveteaban puntos oscuros donde antes brillaban las certezas. Lo recordaba en la claridad meridiana de esos ayeres remotos, pequeño niño con el cual compartían las medias lenguas aprendidas a sus dos años, soles antiguos todavía relumbraban en esa escena prístina. Pero sobre ese pequeñín que parecía desenvolverse en su memoria con tanta nitidez, lo nimbaba un signo interrogativo que colocaba paréntesis en su pasado.
Y ella surgió nítida, una muchacha de trece años que lo tomaba en sus brazos y le sonreía para que él soltara una catarata de risas y gritos entreverados que no eran más que las manifestaciones desordenadas de sus sentimientos en ciernes. Pero, tampoco recordaba su nombre, pese a que su tez morena se le dibujaba clarísima junto a esos ojos pardos e inclusos aquellos vestidos floreados que llevaba y que le producían un vértigo de colores en su percepción de niño. ¿María? ¿Meche? ¿Sonia? La clave guardada en su memoria ahora era sólo un boquerón oscuro que adquiría también el poder de angustiarlo.
Como si estuviese contemplando una proyección sin esos nubarrones amenazantes que le birlaban parte de sus recuerdos, reapareció ese día tan extraño, tan diferente a todas las demás jornadas de juegos de carreras y gritos en el amplio patio. Los anaqueles de su memoria se entornaron para ofrecerle esas personas con severos trajes oscuros, el rostro mustio del padre, Hernando -ese sí lo recordaba- y los gritos desgarradores de la madre, que parecían rebotar en los muros de la casona. Buscó a su amigo para compartir con él toda esa extrañeza, pero no lo encontró. Su madre ya le había susurrado que ahora estaba durmiendo y no lo imaginaba perdiéndose toda esa tremolina y esos gritos agudos y tanta lágrima en los ojos de gente que parecía haber aparecido de la nada. Cuando entró a esa sala en brazos de su madre, se sorprendió con la presencia de muchas más personas acomodadas a lo largo y ancho de la pieza, señoras enjugando sus lágrimas y señores conversando entre ellos con un rumor de moscardones. Y en el centro de ese cuarto, un mueble blanquísimo sostenido por columnas doradas y varias lámparas que alumbraban mustias dicha escena. Su madre lo alzó con suavidad y allí pudo ver a su amigo, sumido en un sueño tan profundo que ni todo ese aparato y ese rumor de insectos, ni el lloriqueo sordo de algunas mujeres lograron despertarlo. Lo contempló a través del vidrio, vestido con un trajecito claro y pensó que cuando despertara, sus padres lo llevarían al cerro San Cristóbal o a la Quinta Normal.
¿Raúl? ¿Alberto? ¿Julito? Invocaciones erradas que giraban sobre esa sombra fatídica, ese parche que ocultaba no sólo un nombre sino que amenazaba ese ayer tan nítido en su memoria. Esa carroza negra, la gente arremolinada a la salida y su amiguito aún dormido transportado para un viaje extrañísimo en ese carromato lúgubre.
Permaneció toda la mañana escarbando nombres en su memoria agujereada, ensayó sílabas y sonidos al azar, sin que un clic interno le indicara que aquellos nombres extraviados se hermanaban por fin a sus recuerdos. ¿Era éste el principio? ¿Las sombras se propagarían sobre su mente como una mala peste borrándole nombres, gestos, situaciones? Pese al hartazgo de sol de esa mañana, aciagos pensamientos lo sumían en las tinieblas. ¿Raúl? ¿Raimundo? ¿Pepe? ¡Pedrito! ¡Si, Pedrito! ¡Y… Silvana! ¡Clarooo! ¡Siiii! Ambos nombres capturados y escamoteados por fin al parche de sombras, un rescate inimaginable que lo devolvió a la luz y calor de ese sol que le pareció una ofrenda, devolviéndole la sonrisa. Y para no sufrir otra vez con situaciones tan angustiantes, buscó una libreta y un lápiz para trazar allí con letra rotunda esos nombres que le conferían identidad a los seres dibujados en su memoria y que por supuesto, le devolvían la esperanza.
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