Nunca fuimos amigos. Sólo existía esa tibia camaradería que surge desganada en los espacios laborales. Sergio se desplazaba ágil sorteando montoneras de estructuras en ese escenario cotidiano copado por expertos maestros que enarbolaban sus herramientas diseñando lo planificado, creándose bajo los enormes talleres un acoplamiento de sonidos ensordecedores que le otorgaban su verdadero significado a la metalúrgica. Él supervisaba las labores, examinando las estructuras de fierro, corrigiendo, cuando era preciso, los infaltables detalles. Imaginaba yo a los ingenieros como profesionales que trabajaban de a pizcas, recreándose en la fragua ese paso a paso heroico y afanoso que mucho más tarde se concretaría en una fabulosa mole.
Pero, el ingeniero que resolvía con sus conocimientos todos los ingentes problemas que surgían en su labor cotidiana, sufría los embates de una relación conyugal demasiado tortuosa. Lo disimulaba en el día a día, o bien la ruidosa faena tenía el poder de amortiguar sus pesares. Su esposa ejercía la sublime labor del profesorado, pero se multiplicaba en las siempre urgentes labores hogareñas. La casa lucía limpia e impecable, un escenario ideal para que ambos esposos olvidaran por algún momento sus compromisos profesionales y se entregaran a los placeres matrimoniales. Pero un aciago aura parecía aposentarse sobre las habitaciones de dicho hogar, alentando las desavenencias y las discusiones que culminaban con mutuos reproches que culebreaban en el espacio malsano que ellos mismos habían edificado.
Juro que este relato me ha sangrado por dentro y cada palabra, adjetivo y cada una de las descripciones con que trato de diseñarlo, las he atrapado de manera ardua y trabajosa. Pareciera que una fuerza diabólica se aferrara a mis muñecas, frenando y desperdigando cada uno de mis intentos. Puede ser sólo una simple sugestión nacida desde el temblor de mis propias vísceras que escriben en sus códigos los tormentos de una historia ya conocida. Sea como sea y esquivando los obstáculos, reales o imaginados, prosigo.
Los problemas crecieron, los gritos, la quebrazón de utensilios y luego el silencio entreverado con suaves sollozos fueron parte de la rutina diaria. Pero, ninguno cejaba; al parecer, el ser humano posee una capacidad infinita de acostumbrarse a todo, incluso a lo detestable, a lo que hace jirones su estabilidad, trocando a ese ser humano en un muñón sanguinolento. La tolerancia elástica de estos dos seres, los incendiaba cada noche y sus cenizas emergían de sus propios avernos para proseguir a duras penas con sus propias rutinas.
Una tarde, con la sinfonía bastarda de las maquinarias ejecutándose en una cuantía aterradora de decibeles, Sergio me hizo un gesto. Me aproximé, pensando que requería cierto informe, algún plano, alguna indicación. Cuando contemplé sus ojos, malamente ocultos tras un par de gafas, visualicé un reguero líquido que reptaba por sus mejillas.
Nunca he comprendido por qué me llamó, ambos no éramos cercanos, nuestras conversaciones no pasaron de tener un componente trivial, puesto él se desenvolvía en temáticas que yo no manejaba y las mías dudosamente podrían ser de su preferencia. Quizás mi ser silencioso pudo generarle un atisbo de confianza, curioso, si esto ahora lo propalo a voz en cuello. El hombre estaba quebrado y todo su ser comenzaba a amustiarse. Sus propias estructuras interiores sufrían un irremisible colapso y él, avezado ingeniero, no sabía armarse a sí mismo. Me pidió que lo acompañara a su hogar y yo, percibiendo su tortura, accedí. El trayecto lo hicimos en su automóvil, ambos en silencio, yo diseñando las más extrañas teorías.
La casa, más bien sencilla, se levantaba en un barrio acomodado. Sergio giró suave la llave en la cerradura y al ingresar a dicho hogar, un vacío agobiante me golpeó el alma. No fue la ausencia absoluta de mobiliario ni la inexistencia de cualquier rastro de convivencia en ese espacio, sino una especie de desolación que se apropiaba del recinto como un asunto espeluznante.
-Ella se fue- susurró Sergio. Yo sólo recliné mi cabeza, imaginando el curso de los hechos. Sentados sobre una pequeña mesita, me lo contó todo y yo sólo escuchaba ese lento articular de sucesos, sin ánimo de interferir su relato con frases sin sentido.
No niego que estuve tentado a consolarlo cuando comenzó a sollozar. Opté por mantener un incómodo silencio. Estaba allí por mandato de una razón incomprensible, acaso ser testigo de cierta traición cuyos términos aún permanecían difusos en mi entendimiento. La casa vacía creaba ecos fantasmagóricos que reverberaban en la penumbra. Una desnuda luminaria que colgaba tristísima sobre nuestras cabezas no bastaba para aventar los espectros de esa interrumpida convivencia.
Le expresé mi comprensión ante su desesperada situación, poco más pude decir. Quizás articulé alguna frase acomodaticia parecida a un consuelo, a una desvaída esperanza, porque en el fondo la situación era simple, pero los entretelones, las fangosas causas prevalecían sobre toda materialidad, acuciando veladas interrogantes.
Transcurrieron los meses, acaso un año. La metalúrgica proseguía con su trajín de rechinos y estruendos y con todo su plantel laborando contra el tiempo. Sergio se esmeraba en su labor, apagando quizás sus angustias con su celo y dedicación absoluta en las faenas que después se plasmarían en formidables estructuras. Una de esas tardes tan similar en sus rutinas a todas las demás, caminaba yo por entre columnas de recta envergadura y en un recodo me topé con Sergio. Me sorprendió su soltura, tan diferente a esa reconcentración forzada a la que, por lo regular, lo veía sometido.
-Esto no es casualidad- dijo y sonrió. –Tengo que contarte algo.
Resumo todo lo narrado, agregando el detalle de esa repentina disipación de su espíritu y una aceleración en sus palabras, propia del que no desea olvidar algún punto importante de su relato. En lo concreto, su esposa regresó, tras enterarse ambos de una historia sórdida que los arrastró hacia su vórtice, siendo ambos víctimas que giraron inconscientes en las adyacencias de un suceso aciago. En aquella casa vivió unos cuantos años antes una pareja de extranjeros, seres tranquilos, de pocas palabras y muy reservados. Él era un vendedor viajero que se ausentaba semanas completas. En dichas ocasiones, ella recibía la visita de una vecina que leía las cartas del Tarot, quien la aconsejaba en las diferentes facetas de su vida. Pero una tarde, la mujer advirtió una infidelidad en las estampas arcanas de su naipe y se lo comunicó a la mujer. Ésta enfurecida, aguardó el regreso de su esposo y sin demostrar sus verdaderos sentimientos, esperó que el hombre se durmiera y revisó cada una de sus pertenencias. Nada sospechoso apareció ante sus ojos, pero ella ya confiaba más en la mujer del Tarot que en su esposo. Y desde entonces, las discusiones arreciaron y se transformaron en una rutina que ya no supo de armisticio. De los gritos, el asunto trepó a la violencia desatada. Los objetos volaban en todas direcciones, vidrios, copas, vajilla, todo terminaba estrellado en el piso y la mujer desenfrenada, lloraba y se refugiaba en su cuarto. Y el pobre del vendedor viajero sólo encontraba paz en sus continuas salidas, ahora dilatadas por voluntad propia para evitar el regreso. Al final, la mujer aprovechó una de estas ocasiones para embalarlo todo y partir hacia una dirección desconocida.
Existen energías que subyacen en los espacios, son el eco de las palabras que desgarradas adquieren arácnidas extremidades, son partículas de odio denso, de intranquilidades que sufren extrañas metamorfosis, tormentosas ráfagas que vigilan en los escondrijos de las habitaciones o pululan como ecos en las noches sombrías. Y aguardan a sus víctimas con la paciencia gélida de los espectros para vestirlos con esos andrajos que después serán ya parte trasplantada de su sangre y de su furia.
Ya nada sé de Sergio. Espero que su vida sea plena junto a su esposa. O sin ella. ¿Quién sabe si la historia que me contó no fue dictada por los espectros a través de su lengua?
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