El frío era inclemente. El silencio fue interrumpido por el aullido de un perro. A lo lejos, entre la neblina que arropaba las montañas, tan espesa como un algodón de azúcar, se divisaban dos ojos amarillos que resplandecían de entre la blancura. Un campesino con ruana, sombrero y botas de caucho, se dirigió al camión que se detuvo.
Alfredo se bajó del viejo vehículo, comercializó con el hombre un encargo especial que tenía como expresa condición de ser entregado sin llamar la atención. Mientras el camión estaba siendo cargado, y los campesinos se apresuraban a tomar del cuello o base de las hojas las hortalizas que dejaban en la superficie del bancal, él disfrutaba del paisaje en la lejanía viendo el caserío disperso en el valle de techos de teja de barro donde ascendía el humo de los fogones de leña.
Las gotas de aceite brincaban como pequeños grillos quemados, la casa de Luciano olía a papa caliente en agua junto al pollo de piel amarilla muerta, afuera en el patio, tres niños descalzos entre el pasto se perseguían halándose las camisetas mientras la tarde se asomaba detrás del muro.
El joven cortó los tomates en cubitos pequeños para darle el sabor al hogao, se chupó los dedos porque le gustaba ese sabor que queda después de cortar las verduras, luego prosiguió con los ajos, era una tarea muy sencilla, se acordó que había olvidado picar la cebolla blanca. Tomó el bulbo con una mano y con la otra el cuchillo, la partió por la mitad para cortarlo en pedazos pequeños. Luciano no lloraba ni cortando cebollas, pero ese día, sus lágrimas caían como el vino.
Aunque sabía que más vale llorar que aguantar, no entendía porque lloraba inconsolablemente sin tener motivo para hacerlo si estaba feliz. Uno de sus hermanos llegó a la cocina con los ojos llorando como si no hubiera un mañana y le señaló la puerta principal. Luciano abrió, ante él encontró toneladas de cebollas.
El asombro y la confusión quedó ahogado cuando Luciano avizoró entre el cargamento sorpresa un sobre rojo, reconoció la letra de su ex novia Alfonsina. Volvía y revolvía la carta entre sus dedos mirando como dudando de la realidad o en espera de una liberación milagrosa.
En la carta estaba escrito: “Yo lloré durante tres días, y ahora es tu turno”. Cuando decidiste romper nuestra relación me dolió mucho, pero tú nunca lloraste, por lo que he decidió enviarte un regalo que podría finalmente “hacer que tus lágrimas salgan”. |