Hacía ya un rato que el dolor había menguado y ahora se encontraba más tranquilo. Sabía que sólo era una pausa, que en cualquier momento ese dolor terrible, tenaz, insoportable, que nacía en su garganta y recorría todo su pecho, volvería. Respiró hondo; sin dolor, casi se encontraba feliz. Abrió los ojos, pero no vio nada. La oscuridad era absoluta.
Permanecía acostado en aquella incómoda cama de hospital, desde hacía tres días; deseaba con fruición que todo pasara con rapidez. “Ojalá ella se acuerde de mí- pensaba-, que venga a visitarme porque ya no puedo más. La necesito con desesperación, pero ella me rehuye. ¿Acaso no sabe que ansío su presencia?”
Cerró los ojos, hacerlo le provocaba una sensación de placidez que hacía mucho no sentía. El dolor comenzó de nuevo, crecía, crecía, crecía, se hacía inaguantable. Apretó con fiereza los dientes para no gritar, el dolor le atenazaba el pecho, tensaba dolorosamente los músculos de su cuello, le atravesaba los pulmones como un fino estilete envenenado, creía enloquecer.
Fue entonces, cuando llego ella y lo besó en los labios. Un contacto fuerte, prolongado, frío, muy frío.
Se estremeció, pero no de miedo, sino de placer. Ella por fin había venido. Estaba aquí, con él, esta vez para siempre.
No necesitó abrir los ojos. Una sonrisa de felicidad se dibujó en su arrugado rostro y exhaló un largo y último suspiro, después de haber esperado por tanto tiempo, el anhelado beso de la muerte.
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