Cuando Argimiro Renduelles se reintegró a la normalidad, la realidad estaba tan cambiada que no quedaba lugar para indiferentes a las comidillas locales. Con razón le había dicho su madre que con las novelas sólo iba a sacar la cabeza caliente. Y había sido cierto. Y además los pies helados. Pero a Argimiro le gustaba indagar más en la vida de aquellos personajes imaginarios que en los de la realidad cotidiana; y eso que aquel pueblo era en sí una novela, pero una novela demasiado absorbente para el gusto de Renduelles, pues a diferencia de las de donde él pacía, que se podían aparcar fácilmente, una vez que te metías en la local acababas involucrado para siempre. Pero esto último sólo lo sospechaba y su elección era una cuestión estética. Por pensar que nada podía igualar a aquellas historias de los libros.
Un día encontró un portafolios tirado a la basura y lo recogió, por no estar en mal estado. Sólo que estaba cerrado. Cuando por fin logró abrirlo se encontró un mazo de folios escritos a doble espacio, por una sola cara y a máquina. No pudo resistir la tentación de echarles una ojeada pues la primera página estaba bien escrita, sin faltas de ortografía ni errores de concordancia y con un lenguaje rico y brillante. Aquella noche no pegó ojo, y hasta que no se devoró el mazo entero, no fue consciente del paso del tiempo ni de que se había hecho de madrugada. Y tanto era así que se vio sumido en la propia novela. La vida que tenía alrededor era el contenido de aquella historia y pronto se vio inmerso en ella. No pudo leer ya otro escrito diferente, y acabó sumido para siempre en aquella especie de película que allí se rodaba.
(léelo; que este es bueno- empezaba aquella historia).