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Uno termina la universidad sin muchas cosas por saber. O bien con mucha teoría y poca carne sobre el asador. Así salís a la calle y te encontrás apelando al sentido común y atando con alambre. Estoy hablando de medicina, lo que hace las cosas algo diferentes, pero bien, es así.
Esa tarde noche yo sabía y no sabía qué hacer, por decirlo de algún modo. Todavía recuerdo el domicilio. Biedma 333. Imposible olvidar ese número, como si ser la mitad de 666 fuera de hecho la mitad de una maldición pero maldición al fin. Me abrió la puerta un tipo algo desprolijo, esos que usan jeans con ojotas y camisetas escotadas con manchas. Pasamos por un pasillo. Hacia el final había una especie de santuario, con velas derretidas, cartas de tarot y otros talismanes. Estábamos en penumbras. El lugar olía a incienso y orina. Finalmente entramos en una habitación. Un hombre yacía en una cama ortopédica, tenía una pierna cortada y estaba muy flaco. Sentí el peso de la ansiedad recorrerme. Estos pacientes hechos mierda, uno nunca sabe por dónde empezar ni dónde terminar.
- Tiene la sonda vesical tapada – me dijo el tipo que me había acompañado
desde la puerta.
Tuve ganas de salir corriendo. El olor a meo, la imagen del hombre escuálido, las sábanas sucias, el olor a incienso, la luz amarillenta que salía de un velador, y yo, que sabía y no sabía cambiar una sonda vesical. Lo ausculté, le palpé la panza, le tomé la presión. Le hice un par de preguntas.
- Hay que llamar a enfermería para que le cambien la sonda – sentencié, tal
vez un poco apresurado.
El viejo de la cama bufó, el tipo, que de hecho era su hijo, largó una puteada.
- ¿No se la podés cambiar vos? – me increpó.
Yo en un acto suicida dije:
– No sé cambiarla.
Hacía un par de meses que había salido de la universidad, alguna vez había
cambiado una sonda vesical, pero a lo sumo una vez, no me animaba a cambiársela a aquel viejo, y además me faltaban elementos, de hecho no tenía otra sonda, no tenía anestésico en gel lubricante. Ahí comenzó la maldición.
- Te voy a denunciar – dijo el tipo.
- Pero señor, llamamos a enfermería, ellos son expertos, le cambian la sonda, y
lo solucionamos – dije, haciendo ademanes con las manos para sonar más convincente.
- Te voy a denunciar.
- Pero… - di unos pasos hacia atrás.
- Estos hijos de puta ya saben que llamamos para cambiar la sonda vesical,
papá. Y nos mandan un novato a propósito.
Yo sudaba por cada poro de mi piel. Sentía ardor en el estomágo. La vergüenza como un baño de brea cayendo sobre mí.
- ¿Cómo no sabés cambiar una sonda vesical?
- Pero señor, le estoy ofreciendo una solución.
- ¿Vos qué te crees que es esto? – dijo señalándome con el dedo. – Venís acá,
le tomás la presión inflando ese cuchuflete, eso lo hace cualquiera, lo hago hasta yo. Vos tenés que venir y darme soluciones a mis problemas.
- Pero señor, no le puedo cambiar la sonda.
En eso entró una mujer. Me insultó de arriba a abajo, después dijo que
seguramente yo ni siquiera lo había revisado. La mujer me insultó unas cuantas veces más y se fue. No querían llamar a enfermería porque decían que demoraba.
Yo agarré el handy y pedí un apoyo de ambulancia, tal vez el enfermero de la ambulancia podía destaparle o cambiarle la sonda.
El hijo del viejo comenzó a degradarme con reprimendaciones que tenían algo de verdad, y eso mínimo de verdad me dolía, me dolía y mucho, pero era algo mínimo, porque a ciencia cierta yo no podía cambiarle la sonda, no tenía los elementos necesarios para hacerlo, y de esos procedimientos se encargaba efectivamente enfermería. El tipo me denigró sin piedad. Me dijo que seguramente yo no hacía atender a mis hijos por esa misma empresa de médicos a domicilio en la que yo trabajaba. A lo que yo respondí que sí, que de hecho mis hijos en ocasiones de urgencia llamábamos a esta empresa.
- Te voy a denunciar, vas a quedar en la calle, como te lo merecés, sos un
peligro para la medicina vos.
Yo me senté en una silla y apreté mi cabeza con mis manos. El tipo continuó insultándome y las puteadas eran como cachetazos en uno y otro lado de la cara. Insistía en que me iba a denunciar entonces en un momento le dije: gracias por dejarme sin trabajo. Volvió a insultarme pero como si el pico de violencia hubiera llegado a un tope después cambió levemente el tono de voz y me preguntó:
-¿Cuántos hijos tenés?
Le contesté que dos.
En ningún momento pensé en responder a alguno de sus insultos, acepté mi lugar de profesional, me quedé en silencio, dejándolo hacer. Sé que otro se hubiera parado y le hubiera partido la cabeza al medio. Las cosas empezaron a cambiar, me preguntó por mi vida personal, le dije que me había recibido hacía poco, que estaba haciendo la residencia, que trabajaba de lunes a lunes. El tipo pareció calmarse. El viejo en la cama que cada tanto puteaba, ahora cansado, se quedó en silencio respirando agitado.
Las cosas fueron adquiriendo matices extraños, el tipo continuó increpándome pero ya no era tan duro. Fue aliviando el castigo. Yo rogaba que llegara la ambulancia. Había estado cerca de veinte minutos dándome con un caño. Yo nunca respondí. Sólo pedí disculpas y traté de hacerle entender que estábamos en una encrucijada de la cual yo no podía sacarlo. Como dije el tipo me insultó unas cuantas veces más, pero después me empezó a conversar, en un momento dijo algo así como “te entiendo”. Su dureza llegó a un acmé y después fue decayendo hasta hablar con un tono amistoso, casi paternal. En eso llegó la ambulancia. Vi entrar a la médica de la ambulancia y a los enfermeros como si fueran ángeles de Dios. El hijo del viejo en ese último momento no fue duro conmigo, de algún modo, todo ese odio que había descargado sobre mí ahora se había disuelto en un tono de voz amable, un poco quejoso, pero amable al fin.
Le presenté el paciente a la médica, le expliqué cuál era la situación. El enfermero, entusiasta me dijo que no me hiciera problema. Él se ocupaba, eso dijo, y cuando empezó a poner manos en la maza, a higienizar al viejo, de repente, la orina comenzó a fluir a través de la sonda y llenó la bolsa.
- Se destapó – dijo el enfermero.
El hijo del viejo hizo algún comentario. El viejo volvió a putear pero en tono
de celebración. Yo agaché la cabeza, le estreché la mano a cada uno de los que estaban ahí, y me retiré. Cuando me subí a mi móvil tenía olor a incienso y meo en la ropa, se había quedado pegado a mí como si fueran cicatrices, pensé en la vida, la vida que nos da palos y palos, y así como dicen Dios aprieta pero no ahorca, la vida y sus palos y más palos, y como el tipo ese, en un momento afloja y nos da un momento de alivio, cada tanto, cada tanto. Recién había salido de la universidad, tenía mil miedos, mil dudas, estaba lleno de inseguridades, y seguirían mis guardias, y pasarían muchos años hasta que yo sintiera que podía pararme frente a un paciente sin que me temblaran las rodillas. Muchos años. Tantos que ya ni los recuerdo.





Texto agregado el 02-11-2020, y leído por 103 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
04-11-2020 Como en todo oficio; una cosa es la teoría y otra la práctica. Me gustó mucho tu relato. Saludos, sheisan
03-11-2020 Impresionante texto. Mialmaserena
02-11-2020 El texto es buenísimo, crudo, certero. Me lo creí. Abrazo. MCavalieri
 
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