Al caer el espejo se rompió en cuatro partes. En él me había afeitado infinidad de veces. Lo había llevado en mis viajes, no me gustaba afeitarme en espejo ajeno, por más de quince años vio mi rostro y siguió fiel como un perrito faldero. Recogí tres pedazos con mucho cuidado para no lastimarme, los deposité en una bolsa plástica y los puse en un rincón de mi alcoba. Me afeité en el pedazo más grande. Como si alguien hubiera cortado el espejo, pues la mitad de abajo quedó perfecta y dentro del marco. Sin pensarlo dos veces me unte crema de afeitar en la cara y procedi a desplazar la maquina sobre mi rostro, no era eléctrica, sino una maquina demasiado sencilla. Tuve cuidado de no cortarme la cara, pues la hoja de afeitar era muy filosa y cualquier movimiento fuerte me haría sangrar. Mi esfuerzo fue en vano porque terminé cortándome la mejilla izquierda. Pasé mis dedos por la pequeña herida y luego lamí mi propia sangre. Todo iba bien cuando de repente dejé de reflejarme. Me dio tanto miedo que salí a la calle con una mejilla afeitada y la otra untada de crema. De inmediato fui a comprar otro espejo a un almacén donde vendían espejos de todos los tamaños. Le dije al vendedor que me vendiera dos de veinticuatro por catorce, que me los empacara con sumo cuidado porque me da miedo que se vayan a quebrar y no tenga en que verme. Regresé rápido a mi casa, el vendedor se rió apenas salí del almacén. Lo más seguro es que debió pensar que estoy loco, no era para menos pues así como salí cualquiera habría pensado que estaba loco de remate.

Apenas llegué a mi casa procedí a terminar de afeitarme. Abrí la bolsa y saqué uno de los dos espejos, al mirarme quedé aterrorizado pues solo veía mis ojos en el espejo, ojos burlones y malevos. Enseguida saqué el otro espejo y quedé aterrorizado pues no me reflejaba. Ante esa adversidad traté de calmarme y ordenar el pensamiento. Llegué a la conclusión que los espejos eran falsos y que me habían estafado. Salí de nuevo a la calle y me dirigí con pasos largos al almacén, al llegar le dije al dueño que hacía apenas unos minutos había comprado unos espejos ahí, lo raro era que no me reflejaba, el dueño me dijo en tono burlón lo siguiente:

-Que va a ser, no lo puedo creer, mis espejos están acreditados, hasta hoy nadie se ha quejado ni a puesto en duda la calidad de los mismos, está seguro de lo que me está diciendo.

-Completamente seguro, para demostrarle que tengo la razón le mostraré los espejos.

Saqué los espejos de la bolsa y se los pasé al dueño del almacén, quien se miró en ellos y con mucho miedo me contestó:

-Tiene toda la razón, este asunto está bien extraño.

Llamó a otros dos empleados que corrieron la misma suerte, estos dos llamaron a otros y así sucesivamente. Desde ese día los empleados de ese almacén andan buscando el rostro, en alguna parte debieron perderlo. Yo le ruego todos los días a Dios para que mandé un francotirador lo más pronto posible para que de en el blanco de mi corazón con un balazo de plata o que el dueño del almacén regrese por el espejo, ayer lo fui a buscar al almacén y me dijeron que no lo conocían, que no lo habían visto nunca.

AUTOR: PEDRO MORENO MORA
@