Pronto desapareció la sensación de advenedizo, inevitable al estar en tierra extraña, pero al no tratarse de otra etnia ni manejar lenguaje propio, la consecuencia era que los foráneos pareciéramos gentes de dentro pero ilustrados. Era como el andaluz que no tiene mucho acento al haber depurado el habla con lecturas, pero en murciano. Nosotros parecíamos de la tierra pero sin deje alguno, por el hecho de ser librescos.
Lo que quiero decir es que estábamos como en casa y no teníamos allí nada proscrito. Nada parecía indicar que estuviéramos fuera de nuestro territorio, ni nadie nos llamó nunca charnegos ni nada parecido. La ciudad nos acogió como la madre que cría a un niño ajeno, con la misma generosidad de espíritu. Cierto era también que nosotros éramos unos mamoncetes bastante correctos. Fuera de la estafa piramidal- que tampoco fue para tanto,- nuestro comportamiento fue ejemplar y ejemplarizante- diría aún más. Y aunque echáramos mano a algunos limones de la cercana huerta por motivos culinarios, también lo es que le teníamos dicho al encargado que diversificara el daño. No he hablado aún del señor Escudero, que tal era el apellido de nuestro embajador en asuntos agrarios. Y así, mientras Peñalver se encargaba de hacer una paella comme il faut, Escudero era el de traer un par de limones o tres para aderezar el guiso, pero, eso sí, cada vez de un diferente hortelano.
Tales fueron nuestras inmiscusiones fuera de la ley vigente, pues el consumo de cannabis dejó por aquellos tiempos, precisamente, de estar prohibido. Las trampas en los exámenes no contaban, formando parte de ese margen de libertad que se le deja siempre al estudiante por el hecho solo de serlo. Que tampoco pudieron ser muchas, pues allí, generalmente, se cantaban los temas de viva voz ante los ojos testificales de los compañeros.
En fin, que dejamos buen sabor de boca por aquellos contornos y hasta nuestra casera se despidió con unas lagrimillas en los ojos cuando llegó el momento.
Con decir que el viaje de novios lo centré en aquellas tierras, se dice todo. Pues es cierto, seguí los pasos de Rebolledo y en cuanto dejé de engrosar las filas del paro me aboqué a un casorio, también comme il faut. Pero esto fue algunos años después, cuando ya me había salido barba por entero.
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