En pleno ombligo de la plaza, la estatua del general una vez más ha amanecido engalanada. Las palomas, que acostumbran ensayar sus arrullos sobre la testa y hombros del militar, hoy brincan y revolotean dibujando círculos emplumados. El furioso amarillo que se expande desde la gorra hasta el cuello del ilustre, provoca su inmediato armisticio de excrementos, porque alguna ave gigantesca ya les ganó esta pasada y ellas ya no se atreven a aterrizar su desamparo. Amas y señoras del insigne monumento, los acariciantes rayos del sol matutino las sorprenden agazapadas en las crestas de los árboles, oteando con sus ojillos de semilla su lugar de encuentro mancillado. A hurtadillas, elevan sus narices córneas hacia ese azul destellante de los cielos de primavera. No les asombra su limpidez; más les preocupa que ese pájaro okupa monumental desgarre intempestivamente el cortinaje celestial y emerja furioso con su plumaje acerado para aposentarse sobre su general-retrete y emporcarlo aún más. Acaso la alternativa sea emigrar hacia otras estatuas de menor significancia y que son actual morada de pobretones gorriones. Humillante futuro, si se considera que lo suyo es la ampulosidad, el centralismo, el bullicio de motores y el color de las arengas de los viernes de octubre.
Y ya sin piso y zureando desencantos, las palomas se disgregan por el cielo dibujando su propio caos. Pronto, se están peleando la testa de un olvidado poeta. Pero es un inmueble mezquino para tanta ave insatisfecha que no conoce de turnos. Se atropellan y se jalonan unas a otras con hilillos de excremento tibio. Como no figura en sus genes la habilidad de la lectura, se pierden el poema que espejea en la losa:
Avecillas de vuelo grácil,
vengan a mí a ensalzarme con sus aromas de plumas
gritos lejanos, telares extremeños, dulces sones,
alléguenme sus postales de viajeras nerviosas,
soy también un ave que dibuja vuelos rasantes
detrás de la nada traslúcida del vidrio de mi ventana.
Es evidente que aquella estatua fue construida a la ajustada medida del talento de dicho poeta. Y esa morada básica, más propia de aves de menor envergadura, es pronto abandonada por las pretenciosas palomas.
Al día siguiente, tras arracimarse en el antepecho de un edificio, regresan al hogar atropellándose en su vuelo impreciso. Sus ojillos distinguen la estatua del general luciendo un color rojo encarnado que les eriza su plumaje. La sangre proyecta un idioma común para todas las especies y este “vital elemento” que se extiende por toda la geografía estatuaria sólo les indica algo muy claro y rotundo: la usurpadora ha sufrido un ataque cruento y sólo le ha colgado de sus plumas maltrechas un miserable harapo de aliento para huir a su remoto origen. Y se produce un coro de arrullos jubilosos que repta por la alfombra de chépica, trepa por los escalones y se arquea como un manto sobre la plaza toda. La estatua es, una vez más, y para siempre, nido de palomas que retozarán y turnarán sus necesidades sobre la heroica efigie del general.
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