Fue en tercero cuando recibimos la visita de Rebolledo, su mujer y la niña. A la niña la trajeron y por eso venía. Nunca en aquellos tres años habíamos llegado a cotas tan altas
de blandenguería y carantoñerismo. Pero una vez tenía que ser- comentó Peñalver. Peñalver era su sustituto y como tal tenía ganas de conocer al mítico Rebolledo.
Con aquella visita ingresamos de una manera más que formal en la población flotante de aquella ciudad. Hasta la visita lo éramos sólo a título provisional. Ciudadanos de pro- desde entonces- nos consideramos. Nuestra casa había sido ungida nada más y nada menos que por la presencia de una criatura. Y esa criatura no era otra que la hija de nuestro compañero Rebolledo. Ya no fuimos los mismos y, entre otras cosas,
hasta dejamos de fumar porros en el piso.
Y es que Rebolledo nos había convertido en tíos. In péctore, pero tíos. Más que in péctore, por vía representativa más que real, pero no por ello menos relevante. Lo que fuera, nos
invitó al bautizo, pues era voluntad de los padres que Paloma- que así se llamaba la niña- entrara a engrosar las magras- por aquellos tiempos- filas del cristianismo.
Creo recordar que- también- por aquellos tiempos, andábamos enfrascados en una estafa piramidal, cuyos primeros frutos irían destinados a comprarle un regalazo a Paloma. Si antes no recibíamos una visita, claro, de la policía. El caso es que no fueron muchas las ganancias pero hubo suficiente para proveer a la niña de todo lo indispensable en el mundo del bebé y aligerar así la carga a los jóvenes casados. A tal fin, contratamos los servicios de una compañera de clase de Tomás, por ser ajenos un tanto a aquel mundo de mantillas, pañales, biberones y sonajeros.
Y así fue cómo los mendrugos- así nos llamaban los inquilinos del cuarto: también estudiantes- nos presentamos a tal ceremonia y subsiguiente banquete, con nuestras mejores galas y prestancia de ánimo.
Hay que decir que fue bastante alegre, por respirarse un gran- como decía Peñalver- espíritu de afecto. |