Cuando de verdad daba gozo parar por allí era cuando se marchaba el grueso de fin de semana. Matices paradisíacos alcanzaba la estancia. Con decir que a veces me quedaba aposta para disfrutar de la soledad, encontrando una relación directa entre el espacio y mi eutimia. A mayor espacio más relajación encontraba. Entonces iba a descambiar al bar de la esquina los cascos de litro de cerveza por su equivalente en líquido y me despachaba un plato entero de espagueti con tal acompañamiento. El sol entraba por el amplio ventanal que daba al balcón y por fin encontraba tiempo para leer en aquel bermell sillón de orejas la prensa.
Se pensará el lector que con poco se conformaba uno, pero lo cierto es que así era. No necesitaba más: el periódico, el sillón de orejas, los espagueti y la "estrella de Levante", que así se llamaba la cerveza. De esta guisa, ajeno al mundo, me sustraía de los problemas; o mejor, de la falta de problemas. Que es lo que más estresa: la carencia. La inanidad del ser ya me perseguía por aquella época. Pero; fuera el sol que entraba a raudales, el silencio del hogar o la cerveza, uno hallaba una tregua con aquellas ausencias.
A veces me tumbaba en el sofá y me contaba a mí mismo mi vida. Me sicoanalizaba en aquel sofá, cuyo aspecto de diván facilitaba bastante las cosas. Y me sumaba a las teorías del compañero matrimoniado haciéndolas mías. Y efectivamente eran ciertas. No había que perseguir quimeras ni forzar nada en este mundo, pues el destino, a todos, nos perseguía. Así fue cómo fui saliendo paulatinamente de la adolescencia, cómo me la fui dejando por aquellos rincones, entre aquellos edificios tan lejanos a lo que había sido hasta entonces mi vida, constituyendo aquella ciudad una nueva mater nutricia que me fue retirando sin brusquedades, pero de manera imparable y definitiva su teta. |