No sabe nada, no conoce más que su
nombre y el de sus padres y hermanos.
Su mundo, trastos, que resignada y sin
pronunciar palabra, friega con sus pequeñas
manos; una estrecha lacena en la que
meticulosamente organiza, tazas, vasos,
y unos cuantos peroles de más.
Una claraboya se cierne sobre su cabeza a
través de la cual se filtran los rayos de
sol o de luna según sea la hora, brillan
sus pequeñas y delicadas manos dolidas
y maltratadas por los quehaceres,
expuestas en el reflejo de una triste
luz por la que sube su imaginación,
si acaso la tuviera.
Desvaneciéndose con la oscuridad que
alguna nube provoca, mientras escucha simultáneamente,
caliman en la vieja y sucia radio de su
padre y la representación endémica del
chisme entre su madre y la vecina.
Su envarado padre, honesto y parco a causa
de una vida de clavos, parte melancólico
sabiendo la infidelidad que le espera a la
vuelta de la esquina, una infidelidad sin
nombre que le produce cierta nostalgia,
cierta austeridad; la niña le despide con
ternura y, a pesar de su fruncido seño,
cuando gira su cabeza, como en un cuento,
no se entera en qué momento su madre
desapareció, pero sabe que volverá en
el preciso instante en que su padre lo haga.
Solo le queda un gracioso balcón y su
soledad con la que observa unas calles
angostas que parecen propileos de putas,
de discusiones, de amoríos clandestinos,
de señores de lo ajeno y pasa todo así,
como una película frente a sus ojos y
algún mohín de alegría se le ha escapado
por curiosidad.
Pululan las ideas en su cabecita y allí se
quedarán, pues nada sabe, nada comenta,
ni siquiera a la silenciosa luz que cada mañana
y cada noche la acompaña.
Tiene ahora la niña,
sesenta años, nueve meses y
veintiséis días; la tenue luz ya no está
presente, sin embargo quizá cuando pierde
la noción del tiempo pensando en un lugar
sin donde, o tal vez en los pasillos del sueño,
la lucecita cruza como un rayo y la saca de
su letargo, entonces sonríe, vuelve a esas calles,
ve llegar a su padre, y detrás, a la esposa
de este; dispuesta a servirles como es
costumbre y aun así, ahora sonríe.
Mi vida no se compara con la suya, aunque
mi ira, mi tristeza, mi coraje, todo mi amor,
mi alegría, de alguna manera se alimentan
de ella, solo espero que esa luz atraviese
también mi alma a través de su delicada
mirada que siembra futuro y mis días aviesos desvanece;
cuanto te amo, te respeto, y te lloro,
señora inmortal, guía de mis pasos,
dueña y madre de mi existencia,
perdurara en una idea divina, y
mantendrá mi espíritu sujeto a esta
realidad como una especie de praxis
terrenal. ¿Y la sonrisa? esa la dejo
al tiempo.
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