Con fuertes ingredientes místicos, existe un fenómeno paranormal asociado con el sueño que es el del despertar a una hora determinada de la noche. No a cualquier hora, a las 3:33.
Algunos la dan en llamar la hora de los muertos; otros, la hora del diablo.
No resulta agradable despertarse a esa hora. Un sinfín de testimonios indica lo tenebroso y oscuro que refleja ese momento único de la noche en la que los cuerpos y las almas danzan la fiesta con los que ya no están.
No puedo explicar el sentimiento que experimenté en aquella primavera de 2018, en la soledad de una oscura habitación de hotel, parada obligada producto en un viaje que quizás nunca tendría que haber realizado.
Un parador al costado de la ruta 4 a mitad de camino de la ciudad de Mercedes, a 400 km del lugar.
Curiosamente me dieron la habitación 4. De un reciente viaje a Japón me entere de las connotaciones negativas de ese número, su pronunciación es “shi”, que refiere al número y también se pronuncia igual que muerte. Es por ello que lo consideran de malos augurios.
Una cena frugal; ravioles al filetto, acompañado con un vino para el olvido.
Caí exhausto a las 22hs, solo acompañado por un televisor con problemas con el sonido, al que opte silenciarlo.
Me despertó un grito en el desamparo de noche; un clamor desesperado, agónico, al que se le sumaron unos fuertes golpes en la puerta de la habitación.
No soy de tener sueño liviano, pero semejante alboroto me arrancó de la cama, solo atiné a ver la hora.
Los golpes parecían explosiones cada vez más fuertes, me abalancé hacia la puerta y la abrí con decisión.
-Ayúdeme por favor
Una mujer mayor, acompañada de una pequeña de no más de tres años.
-Pasen, por favor, que necesitan
De entre sus ropas extrajo un cuchillo de regular tamaño, amenazante me lo incrustó en el cuello, a la altura de la yugular.
Comenzó a brotar sangre a borbotones. La niña miraba con perversa satisfacción como gozando el momento.
Otra vez el sobresalto, esta vez liberador, la pesadilla había terminado, o al menos era lo que creía.
Mire el reloj y marcaban las 3:33
Sentadas al pie de la cama, estaban la mujer y la niña, como sobrevivientes de la peor de las alucinaciones.
Con sonrisas sardónicas, fijaron sus miradas hacia mí; demasiado fuertes como para que fueran ciertas.
Sus figuras empezaron a desdibujarse, un espectral despliegue de luces y sonidos, comenzaron a rodearme, mientras atravesaban las paredes otros entes, que se sumaban al mitin. En mi mente solo pensaba en el milagro de la vigilia. No tardaron en aparecen los gritos, algunos de dolor, otros de pasión con un sinfín de emociones que solo puede sentir cuando el pánico se apodera de uno. Sentí como se desprendía de mí una energía vital dejando al cuerpo inerme tendido en la cama.
Como suspendido en el aire, observaba las imágenes de ese aquelarre orgiástico que se me entregaba en la inimaginable noche.
Me encontraba entregado al destino, solo, a cientos de kilómetros de mis afectos, alejados definitivamente de la vida que recordaba.
¿Estaré muerto?
Exhausto, como mi alma vuelta al cuerpo me deje llevar y me sumí en el letargo de la noche sin estrellas.
Desperté a las 9 de la mañana, cuando desde el teléfono una voz amigable me invitaba al desayuno.
-Buenos Días, como ha pasado la noche
-No muy bien- alcance a contestar.
-No es para menos, ¿se enteró del accidente en la ruta a la madrugada?
-No, ¿qué paso?
-Un conductor ebrio atropello a una mujer con su nieta
-¿A qué hora?
Sabía la hora exacta, pero opté por acallarla.
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