Los domingos- una vez instalados- acordamos hacer una paella comunitaria. Y lo cierto es que nos salía una cosa bastante digna. Sobre todo si la enmascarábamos con limón. Que, por cierto, no había más que cruzar una carretera y alargar la mano hacia tal agrio, que pendía esplendoroso del árbol. Pero pronto no hubo que hacerlo. Nuestro aprendizaje culinario fue, en consecuencia, como digo, muy rápido. Y así, aunque seguía la costumbre, no había, muy pronto, que andarse en subterfugios como aquel, bastante corriente, por cierto, de andarse al limonero.
Una de las cosas gratas, amén de aquel pulmón que representaba, la, próxima, huerta, era la climatología bonancible del sitio en cuestión. Era entrar en aquella región y olvidar definitivamente el frío. Eso sí, los veranos eran pegajosos de cálidos, pero para entonces ya andábamos en nuestra casa degustando otros caldos.
Era también corriente invitar a comer- los paelleros domingos- a algún afecto a nuestra causa. Y así, entre "creo que le falta un poco de sal" u "hoy os ha salido estupenda", le veíamos el culo. A la paellera me refiero. Luego, después del friegue- que los domingos era por sorteo-, nos adentrábamos en la huerta y sus mil vericuetos. Aquel laberinto nos recordaba siempre los primeros días en la población, acompañados, cual turistas, por callejeros, inmersos en una ciudad de la que no sabíamos nada, encerrados, más que otra cosa, entre su asfalto.