Hoy me pregunto con qué ojos, con qué estremecimiento me contemplaban desde su sitial esos seres de apariencia severa. Acaso estaban conscientes de mi precariedad, de una timidez escalofriante, espécimen nacido desde las fauces de alguna inconvivencia, un ser imposibilitado para conectar números que en su vuelo dilucidarían problemas matemáticos y algebraicos. Imaginaron acaso que no existía lógica en mi mente desconcertada y yo sólo rasguñaba garabatos en el pupitre, queriendo ser comprendido, amado, respetado.
¿Con qué mirada descubrieron mis errores, mis gazapos, mis ojos siempre en fuga? Aprendí, claro y el acento fue puesto en las letras, en esa forma sutil de gritarle al mundo la angustia que me pulsaba en las sienes. Allí adquirí una identidad, bosquejada antes en los garabatos pintarrajeados. Supieron que el torbellino que me arrasaba por dentro, requería cauces y fue uno de ellos quien le puso nombre a mis fantasías. Y fue otro, el que me aproximó a esos enemigos que parecían irreconciliables. Y ella y él y tantos otros que instalaron el conocimiento en esta cabeza errática y continuaron en su cruzada con los niños rotando delante de sus ojos año tras año, sin pausa ninguna, tiempos polvorientos y siembra y cosecha hostil, transmitiendo lo suyo como el padre dibuja palabras en la mente de su crío.
Vaya este saludo extemporáneo para quienes colocaron el germen, la curiosidad y un proyecto de camino en mi horizonte.
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