Como últimamente tenía por norma, ese viernes, una vez concluida la jornada laboral, Santiago se sumó al grupo de compañeros que celebraban entre risas y alcohol el inicio del fin de semana. Pero, a diferencia de sus amigos, que bebían mientras contaban confidencias y gastaban bromas, se diría no ya que el principal sino que el único objetivo de Santiago era beber, beber la mayor cantidad de copas posible. Si bien todos los amigos sabían cual era la razón de aquella conducta anómala, prácticamente enfermiza, nadie se atrevía a hablar de ello. Se procuraba que las conversaciones giraran sobre asuntos no comprometedores: asuntos relacionados con el trabajo (donde los jefes solían ser motivo habitual de escarnio), la actualidad política (donde, si bien no dejaban títere con cabeza, había una ligera predisposición en el ensañamiento hacía las posiciones más conservadoras), o series de televisión (donde no escaseaban los pormenorizados análisis anatómicos de las actrices protagonistas). Ese día, sin embargo, se rompió la costumbre y, mientras el grupo se dirigía hacia el primer bar de la ruta habitual, su viejo amigo Ramiro le dijo con toda la amabilidad que pudo:
- Estoy muy preocupado por ti, Santiago. Ese ansía que tienes por la bebida te está destrozando. Con esa actitud no vas a solucionar nada. Las cosas han sucedido como han sucedido. No puedes cambiarlas. Cuanto antes pases página, mejor.
Santiago intentó cancelar la conversación de golpe:
- Mira tío, no estoy para monsergas. Vamos a acelerar el paso, que estoy deshidratado y me bebería un tanque.
Ramiro no se dio por vencido y, un poco enojado, le espetó:
- ¿Qué te crees? ¿Que ella estaría contenta? ¿Te crees que Lucia aprobaría tu actitud?
Santiago, de repente sacudido en lo más profundo de su ser, le respondió.
- Sólo te pido que a ella ni la menciones. Lucía es sagrada para ti. Para ti y para mí, qué coño. Tú te has pasado toda tu vida picando de flor en flor. Pero, dime: ¿tú has querido a alguien de verdad? ¿Tú has estado enamorado alguna vez?
- Bueno, la verdad es que…
- Pues yo sí. Yo sí he estado enamorado. Desde que Lucía murió, mi mundo murió con ella. Ella era mi luz, mi sol, mi cielo, mi horizonte. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Te lo diré más claro, que igual tú no eres de metáforas. Ella era el motivo por el que yo me levantaba cada mañana. La razón de mí existir. ¡Dios mío, qué cursi ha sonado eso! Pero sí, eso es exactamente lo que era: la razón de mí existir. Y dime, ¿después de tener todo eso, puedo acostumbrarme a no tener nada? ¿Sabes tú cómo hacerlo? ¿Sabes tú cuál es la fórmula? Porque si la sabes, me la dices ahora mismo y la sigo al pie de la letra. Pero tú sabes, tan bien como yo sé, que esto que ahora me queda ya ni es vida ni es nada. Si acaso, la vida del hamster, del hamster encerrado en su jaulita y dándole vueltas y vueltas a su ruedecita sin avanzar ni un puñetero milímetro hacia ninguna parte. Así que deja que beba lo que quiera y no me des la lata.
- Mira, Santiago, lo último que querría en este mundo es que te cabrearas conmigo, pero te voy a decir la verdad. Me considero tu amigo, soy tu amigo, qué leches, y si un amigo no le dice la verdad a otro, ese tío ni es un amigo ni es nada, ese tío es un mierda. Así que ahí va la verdad. Mi verdad, al menos. Aunque habitualmente tú no digas nada, aunque suelas llevar tu dolor por dentro, me doy perfecta cuenta de que a todas horas te lamentas por muerte de tu mujer. No puedes soportarlo. Es algo superior a tus fuerzas. Pero no puedes vivir siempre así, con esa eterna pena. Ni te conviene ni tienes, en realidad, razón para ello. Todos tenemos que morirnos. Nosotros también. Como dijo alguien, las únicas cosas seguras con las que contamos desde que nacemos son la muerte y los impuestos. Lo anormal no es la muerte, sino la vida. La vida es lo milagroso. Por eso hay que celebrarla. Vivirla en plenitud. Carpe diem, que dicen ahora. Así que arriba ese ánimo. Alégrate por los muchos años felices que compartiste con Lucía y mira para adelante. ¡Mira siempre para adelante! Y otra cosa, que dejo para el final, pero que es la más importante: tu hijo. ¿No ves que te necesita? ¿No ves que Miguel te necesita? Sólo tiene siete años. Depende de ti por completo. Si destrozas tu vida, también destrozas la suya. Los dos vais en el mismo saco.
A Santiago no le sentaron muy bien aquellas palabras, pero le hicieron reflexionar. Primero pensó que él era muy libre de llevar el duelo por la muerte de su mujer todo el tiempo que le diera la gana. Hasta ahí podíamos llegar. Pero inmediatamente se dio cuenta de que, en realidad, aquello ni siquiera era una cuestión de voluntad: nadie manda en el corazón de uno, ni uno mismo siquiera. Tú no puedes decirle a tu corazón: “ama a esta mujer” o “no quiero que te aflija este hecho, o este otro”. Así que todo eso de que la vida era muy bonita estaba muy bien para el que quisiera creérselo, pero no para él. Para él ya había dejado de serlo. Y que no viniera ahora nadie, por muy amigo suyo que fuera, a soltarle frases trilladas de manual de autoayuda o sentencias lapidarias de novela de Paulo Coelho, porque todos esos consejos le traían sin cuidado. Sin embargo, las palabras de Ramiro relativas a su relación con su hijo Miguel le llegaron al alma. Su amigo tenía razón: le tenía abandonado. No obstante ese doloroso reconocimiento, no extrajo conclusión alguna al respecto. Ninguna conclusión que pudiera afectar a su comportamiento presente ni futuro. Él sólo pensaba que era viernes y que bebería todo cuanto quisiera.
La conversación de los dos amigos terminó tan pronto como llegaron, junto al resto del grupo, al bar “El encuentro”, habitual pistoletazo de salida de la gira semanal de charlas desenfadadas e ingestiones etílicas. En esta ocasión, la cofradía amplió el itinerario tradicional, incorporando un par de garitos que les parecieron prometedores, y que no les defraudaron en absoluto. Al cabo de unas horas de jarana, después de haber trasegado cada uno lo suyo (bien es cierto que “lo suyo” era algo superior en el caso de Santiago que en el de los demás), alguien propuso lo que dio en llamar “una retirada digna”. Santiago se resistió con uñas y dientes:
- No me parece una buena idea. De hecho, me parece una idea malísima. ¿Por qué, en lugar de eso, no nos tomamos la última? O, mejor que la última, la penúltima. ¿Qué me decís?
Nadie le hizo ni caso y todos los amigos enfilaron el camino a sus respectivas casas. Cuando Santiago llegó a la suya serían las nueve de la noche. Abrió la puerta y Miguel, después de correr como un loco por el pasillo, se le echó en brazos. Tanto cariño le abrumó, le descolocó por completo, a pesar de que las muestras de afecto del chaval eran muy frecuentes. Él, sin embargo, no se acostumbraba a un amor que, si tenía que ser sincero, no creía merecer. Sólo acertó a decir:
- Cariño, ¿cómo has pasado el día?, ¿qué tal el colegio?
- Muy bien, papi –respondió el chico.
- ¿Has hecho ya los deberes? Es muy importante que los hagas.
- Sí papi, ya los he hecho. Y he cenado y todo. No me he dejado nada.
- Muy bien, Miguel. Ahora puedes ir a ver la tele, si quieres.
- ¿Y por qué no vienes conmigo? Yo prefiero que estés tú conmigo.
- Bueno, yo tengo una cosa que hacer, pero luego me paso a darte el beso de buenas noches.
Ese día, Miguel, intrigado por eso tan secreto que hacía su padre todos los días, fue a su dormitorio y, a través del ojo de la cerradura, contempló una escena que le dejó consternado. De uno de los cajones de la mesita, Santiago extrajo una botella de Four Roses, su whisky favorito, y empezó a beber. Y bebió y bebió. Primero, en silencio. Pero, al cabo de un rato, acompañando los tragos con extrañas disertaciones, que pronunciaba de manera apenas inteligible. Miguel, haciendo un esfuerzo de atención, llegó a entender unas cuantas frases:
“Son cuatro rosas en tu honor, como la canción de Gabinete Caligari, cuatro rosas, sí, cuatro rosas como las que yo te regalaba, como las que yo te traía a la vuelta del trabajo, pero no eran cuatro rosas, ahora lo recuerdo, sino dos rosas, dos rosas, que son la mitad de cuatro rosas, si no ando muy equivocado, así que, cómo ya me he bebido la mitad de mi querida botella de Cuatro Rosas, te queda la otra mitad para ti, te quedan dos rosas, dos espléndidas rosas que te doy con todo mi cariño, con todo mi amor, toma mis cuatro rosas, digo mis dos rosas en tu honor, en tu recuerdo, en recuerdo de nuestro amor, de un amor que no marchitará nunca, ay, cariño, ¿será verdad esto que ahora estoy viendo?, ¿será verdad que has vuelto, que estás aquí de nuevo?, sí, has vuelto, te puedo ver, te estoy viendo, estás hermosísima, tan hermosa como siempre, ¿qué digo?, más hermosa que nunca, pero, ¿por qué me sonríes?, ah, ya, las rosas, te gustaron ¿eh?, ya sabía yo que te gustarían, pero ¿qué haces ahora, loquita?, no me acordaba de lo dulces que sabían tus besos, son besos de categoría, desde luego, cómo los echaba de menos, cómo me alegro de poder abrazarte y besarte de nuevo, creí que no volvería a hacerlo nunca más”.
La escucha de estas alucinaciones le provocó una gran conmoción a Miguel y, al cabo de un rato, no pudiendo resistirlo más, regresó al salón. Allí se puso a refugio de las turbulencias interiores que experimentaba viendo un programa de dibujos animados, con cuyo protagonista, un niño italiano que recorría Argentina en busca de su madre, se sintió identificado. Pero, a diferencia de dicho niño, él no disponía de ningún sitio en la Tierra dónde poder ir a buscar a su madre. Concluido el programa, Miguel decidió continuar con su labor de espionaje. Como su padre parecía dormir profundamente, abrió sigilosamente la puerta del cuarto, se acercó a la cama, se cercioró de que, efectivamente, su progenitor dormía como un tronco, le cubrió con una manta y le dio un beso de buenas noches. A pesar de lo penoso de la situación, lo que más le llamó la atención a Miguel, lo que más quedó fijado en su mente, fue la sonrisa de felicidad dibujada en la cara de su padre.
El viernes siguiente Santiago volvió a celebrar con sus amigos el inicio del fin de semana. Aunque su cabezonería y su irresponsabilidad le llevaban a no hacer caso de los buenos consejos recibidos y a perseverar en sus malas prácticas habituales, que nada solucionaban y que sólo le conducían a agrandar el enorme vacío interior que amenazaba por tragarse su vida entera, aquella tarde las cosas habían cambiado. Bebiera lo que bebiera, todas las copas le dejaban el mismo regusto de amargura; de tristeza y desolación. La idea de responsabilidad, y no sólo de responsabilidad: de culpa, había ido abriéndose paso en su conciencia de forma progresiva a lo largo de la semana, y, lo quisiera o no, ya no era capaz de disfrutar de las juergas con sus colegas de la forma desenfadada con que solía. Nuevamente llegó a su casa en un estado deplorable. Pero esta vez nadie salió corriendo a recibirle. Llamó a su hijo y nadie le respondió. Volvió a llamarle, esta vez casi a voz en grito, y sólo obtuvo el silencio por respuesta. Nada escuchaba. Sólo su propia voz. Angustiado, corrió hacia el dormitorio de su hijo y, al abrir su puerta, vio lo que nunca debió haber visto. Tendido en el suelo, al lado de una botella de whisky, Miguel parecía hallarse completamente inconsciente. Le llamó por su nombre una y otra vez. ¡Miguel! ¡Miguel! ¡Miguel! Le suplicó que despertara, que saliera de su letargo, que volviera en sí, que le dijera algo. Nada consiguió. Entonces empezó a zarandearle. Nada de nuevo. Finalmente, por primera y última vez en su vida, le dio un tortazo. Fue así cómo el niño recobró la consciencia. Entonces, Santiago, ya más tranquilizado, le llevó al hospital, donde recibió los tratamientos apropiados. Una vez recuperado, su padre le cubrió de caricias y besos. A pesar de ello, Miguel, que esperaba una reprimenda, le dijo con lágrimas en los ojos:
- Lo siento papá.
- No hay nada que sentir. Ha sido mi culpa. Pero no te preocupes, porque a partir de hoy todo va a cambiar. Volveremos a ser una familia.
- Yo sólo quería volver a verla. Yo sólo quería volver a ver a mamá.
- Pero ya sabes que mamá está en el cielo…
- Yo vi cómo tú le hablabas y le regalabas rosas.
- ¿Qué dices, niño?
- Sí, yo te vi, yo vi cómo lo hacías. Y quise hacer lo mismo. Tal vez no bebí lo suficiente y por eso no pude verla.
Santiago, al oír esas palabras, se dijo a si mismo que era la persona más miserable del mundo. Pero también se dio perfecta cuenta de que, desde ese mismo instante, el tiempo de la irresponsabilidad había acabado. Una nueva vida empezaba.
- Yo tampoco pude ver a mamá. Creí verla, pero fue sólo una ensoñación. Tu padre no volverá a hacerlo. Tu padre no volverá a beber. Beber es un vicio muy malo. Prométeme que tú tampoco lo harás.
- Te lo prometo, papá.
El padre le besó con todas sus fuerzas y emprendieron juntos el camino de vuelta a casa, a su recuperado hogar.
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