La mujer de Ricardo pasó junto a él que estaba sentado a la mesa leyendo algo. Ricardo la siguió con la mirada. Ella sacó una jarra con agua de la heladera, se sirvió en un vaso.
¿Cómo estás, mi amor?, preguntó él.
Ella miró hacia abajo. Tragó el último sorbo de agua, dejó el vaso sobre la mesada, y se metió en la pieza. La puerta cerrada. Ricardo se dio cuenta que era el momento de empezar a cavar.
Fue hasta el patio, buscó la pala de punta que estaba parada junto al parrillero. Justo debajo del limonero clavó la pala y empezó a cavar. Lo hizo por un buen rato. Cuando el sudor ya le cubría toda la frente se detuvo. Golpeó la puerta de la pieza. Su esposa no contestó. Él abrió y asomó la cabeza.
Mi amor ¿Estás bien?, preguntó.
La esposa se dio vuelta en la cama. No respondió. Él tuvo un mareo. Debía volver a cavar, eso tenía que hacer. Agarró la pala y volvió a trabajar en el pozo. Trabajaba como un aguerrido gladiador. Arrancaba la tierra con fuerza. A veces algunas lombrices aparecían en el fondo del pozo. Una vez había visto un documental donde unos indios comían lombrices vivas mezcladas con huevos revueltos. Qué asco. Entre los terrones de tierra vio algo que brillaba. Escarbó un poco con las manos y descubrió unos números metálicos. Corrió hacia el interior de la casa. Su esposa hacia zapping sentada en el sillón del comedor.
¡Encontré números!, exclamó él.
Ella apuntando el control hacia el televisor apretó un botón y cambió de canal, una vez, dos veces, tres, cuatro. Finalmente dejó en el canal de cocineros. Elevó el volumen. A Ricardo se le llenaron los ojos de lágrimas. Sintió que tenía que seguir cavando. Puso los números a un costado y continuó.
Al rato otra cosa apareció en el pozo. Ricardo si dio cuenta porque la pala golpeó contra algo. Volvió a escarbar con las manos. Un libro. Eso apareció. Era un tomo grueso de tapas azules. Estaba escrito en lo que podría ser chino o algún lenguaje oriental. Lo hojeó y descubrió imágenes de elefantes, tigres y mujeres desnudas comiendo manzanas. Siguió cavando hasta que el pozo le llegó a la cintura.
Vio la luna en el cielo, no era de noche, oscurecía. Sintió olor a quemado. Fue hasta el interior de la casa y su esposa hacía tostadas. Ella las puso en un plato, se sentó a la mesa, untó las tostadas con queso crema. Tenía una taza de té. Dio unos sorbitos y un mordisco a la tostada. Ricardo la observó hacer todo eso. Sintió que iba a derretirse.
¿Qué te pasa, Griselda?
Ella le dio otro mordisco a la tostada. Masticó. No dijo nada. Ricardo sintió que tenía que seguir cavando. Clavó la pala con vigor. Una montaña de tierra se había formado junto al pozo. Ricardo tiraba paladas sobre su hombro y avanzaba en el cavado a buen paso. A lo mejor nunca me perdonó, pensaba Ricardo. Hace unos años, en realidad ya hacía muchos años, diez años, doce años, bueno, podían ser muchos para él pero no para ella. Él había sido infiel con una secretaria. La esposa los descubrió besándose en un bar. Armó un escándalo. Gritos y todas esas cosas. Por lo menos si ahora gritaría, pensó Ricardo. Pero después Griselda le dijo que lo perdonaba. Que si él terminaba esa aventura erótica en la que se había embarcado, ella lo perdonaba. Sucedió eso. Él pidió un traslado, no volvió a ver a la secretaria, Griselda lo perdonó. Pero a lo mejor no, pensó Ricardo. A lo mejor todavía no lo había perdonado.
Dejó la pala a un costado. Tuvo que hacer un esfuerzo para salir del pozo que ya estaba más allá de la cintura. Se sacudió la ropa. Entró en la casa. Griselda otra vez sentada en el sillón frente al televisor. Seguía mirando el canal de cocineros. Un gordito japonés cocinaba sushi. Cortaba el salmón en pequeños trozos. Después manipulaba un arroz pastoso y armaba los rollitos. Ricardo se arrodilló junto a Griselda.
Perdoname, dijo. ¿No me perdonaste, Griselda?
Ella se puso de pie. Apagó el televisor. Salió al patio a fumar. Ricardo sintió que debía seguir cavando.
Ricardo cavaba y Griselda fumaba. Él la miraba de reojo, a ver si prestaba atención al cavado pero no. Ella estaba absorta en otra cosa, pitaba y miraba la punta del cigarrillo. Después hacía caer la ceniza con unos golpecitos de los dedos. Ya estaba oscuro. Eso no impidió que Ricardo volviera a encontrar algo en el fondo del pozo. Eran unas letras metálicas. Ahora sí podremos entender el mundo, se dijo. Tengo números, tengo letras y tengo un libro.
¡Griselda, tengo números, tengo letras y tengo un libro!, exclamó él.
Ella tiró la colilla del cigarrillo al suelo y la pisó con el talón. Después miró hacia arriba. Una luna inmensa colgaba de la oscuridad del cielo. Griselda se metió en la casa. Ricardo entró en la casa. Ella preparaba ropa y toallas para bañarse.
Griselda…, dijo él.
Ella no contestó. Cerró la puerta del baño y se escuchó la ducha abrirse.
Ricardo se apoyó contra la puerta del baño, escuchó la ducha y pudo adivinar los movimientos de su esposa debajo del agua. Estuvo así por un largo rato. Después se derrumbó y cayó de rodillas. Se cubrió la cara con las manos y se le humedecieron los ojos. De un salto se puso de pie y corrió hasta el patio y volvió a cavar. Cavó y cavó, y siguió cavando. Extendió los brazos hacia arriba y ya no podía llegar al borde del pozo. Recordó la noche en qué conoció a Griselda. Fue en la peatonal Córdoba, había un payaso, Ricardo le compró un globo y se lo regaló a ella. ¿Qué había pasado ahora?
Griseldaaaaaa, gritó
Se escuchó a ella cerrar la puerta del patio. El siguió cavando y cavó y cavó, en un momento se dio cuenta de que ya no llegaba al borde del agujero, aún extendiendo los brazos hacia arriba. Cavó y volvió a cavar y ya no pudo salir del pozo y todo se volvió oscuro, a pesar de las letras, y los números, y el libro.
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