A mis 32 años y a un par de meses de mis 33, creo que he encontrado a mi miedo traumático:
El fracaso.
Fallar me aterra. Me encierra, me nubla y me postra. Me desconcentra, me afecta, me desvela, me enoja, me entierra y me revuelve el estómago, me cansa.
El fallar me inutiliza, me absorbe, me desgasta, me desnutre y lo peor de todo, me hace fallar de nuevo. Me hace huir de este mundo buscando otros en momentos inadecuados, me hace procrastinar, me hace perder el foco de lo bueno de estar vivo y me hace odiarme cada vez más.
Me hace sentir menos, me hace sentir débil, propenso a la rabia y volver a caer en sus garras, me hace sentir que soy inútil, que no entiendo las palabras, que dejo lo importante de lado y me sumerge en el poder mental que supera mi optimismo característico. Me hace no tomar en cuenta lo que he logrado con mis triunfos.
Fallar, me aterra. Me desgasta. Me hace sufrir en silencio enclaustrado en pensamientos que me sobre afectan. Me hace dudar de lo bueno que hago, de lo bueno que he sido, de lo bueno que puedo llegar a ser.
Fallar se ha transformado, en esta pandemia y en mi propia casa, en algo cotidiano, en algo rutinario, que camina conmigo. Que me persigue y que parece que está ganando.
Lo escribo para hacerlo real. Para poder mirarlo a la cara y quedarme tranquilo. Para palparlo y poder enfrentarlo. Hacerlo público para que logre entrarle el pánico.
Creo que he fallado en todo más de una vez en la vida.
Espero no haber fallado esta vez logrando identificar a mi peor enemigo.
Fallar es parte de la vida, es humano, pero me supera saber que soy yo el que no se da cuenta que falla cuando cree estar ganando.
Si me lo cuestiono todos los días, espero no volverme loco. |