De repente se desató el invierno en Ywrakr.
De difícil pronunciación nadie hablaba de ella. Sus gentes, en la ciudad, por no hacerse un nudo en la lengua, nunca decían su nombre. Tampoco había gentilicio para nombrarles. Lo había pero también anudaba lenguas. Contra pronóstico Ywrakr no desapareció con el tiempo. Tenía entidad como tal desde el momento en el que alguien encontró una piedra con aquella inscripción de hacía dos mis quinientos años y decidió usarla como dintel en la puerta de su casa. Cuando llegabas a su término geográfico, en el indicador, te encontrabas un nombre que nadie sabía pronunciar bien y que, en lugar de una palabra, parecía, más bien, un concepto.
Aquel extraño nombre contenía a la gente, envolviéndola en su misterio, haciéndola reservada, prudente, callada. Quién le habría de decir( al íbero que afilara la punta de su lanza sobre una piedra) que iba a tener tanta influencia en la historia.