La fecha: el carnaval siempre en febrero, esos dos un 11 de ese mismo mes de 2017.
La hora: 9.45 hs.
El lugar: Barranco (al oeste de Lima)
El tiempo: tenue sol y a ratos un cielo gris panza de burro.
En Perú, hay una ciudad que se insinúa entre malecones su apego al mar; en esta ciudad pegada al mar, hay un distrito que mira al precipicio; en este distrito, hay una calle donde a pocos metros se escuchan las primeras comparsas de carnaval y todo lo que significa: gente proclive a la felicidad, bailando con el torso desnudo y embarrados de pintura. En esta calle que canta, hay un edificio que fue inaugurado en 1997; en este edificio que en un tiempo atrás fue de color azul, hay un ascensor que en una madrugada del 2016 se atascó y no sé si fue porque estaba ebrio o tuvo un desperfecto mecánico; en este ascensor, hay un departamento de 87 metros cuadrado; en este apartamento, hay una habitación; en esta habitación, hay un balcón; en este balcón, hay una pareja y un felino que mira al vacío; en esta pareja que somos Cecilia y yo, hay un abrazo; en este abrazo, hay una historia; es esta historia, hay palabras que decimos entre nosotros mientras nuestra gata sigue mirando el infinito.
Ella observa como seis personas de la comparsa caminan en zancos, voltea hacia mí para buscar mis ojos, busca cierta complicidad. Me expresa un verbo afectuoso y me incita mirar a la comparsa. Me comenta que le gustaría aprender a caminar en zancos, y yo sonrío porque sé que ella nunca tuvo los pies en la tierra, que ama sobre todas las cosas su deseo por la metamorfosis; esa indecisión de querer ser un día un río y al otro un lago, incluso jurar: "De aquí en adelante toda mi vida voy a caminar con zancos". Entonces uno llega aceptar las consecuencias, aunque veces lleguen a ser terribles. Uno lo comprende porque saben creíbles, coherentes con lo que pide la metamorfosis. Porque no tener los pies sobre la tierra exige sobre todo eliminar cualquier rastro del pasado y tener impregnado la locura en los ojos.
—Tú caminas y bailas en zancos.
—Me mientes, ¿no?
—Por supuesto. A tu nueva memoria quiero llenarla de posibles, impregnarla de esa mágica pasión de hacer lo que uno quiera. Los recuerdos, como ya sabes, amor mío, solo sirven para encontrar algo mejor y no importa si nunca existieron.
— ¿Por qué dices eso?
—No lo sé.
—Dices cosas extrañas con mucha belleza.
— Todo tu ser evita que mis recuerdos sean tristes. Todo, excepto tú, es gris. Hasta tu amnesia es bonita.
— ¿A qué te refieres?
—Gracias a ella estoy en paz con mis pensamientos.
— ¿Cómo cuál?
—Como tu sonrisa.
— ¿Y qué tiene mi sonrisa?
—Es que el sonido de tu risa tiene una relación muy antigua con mi memoria, puede si quiere cambiar las formas, puede con gran facilidad poner una curva más extensa a la alegría y cambiar el color de los días. Sobre todo el convencimiento de una máxima.
— ¿Cuál?
—Aceptar la idea que sin ti solo puede haber pasado.
— ¿Ves? Dices cosas con tanta hermosura.
— ¿No te dio miedo conocerme?
—Un poco, pero más que miedo, nervios.
— ¿Por qué?
—Porque me dijeron que mi novio es poeta.
—¬ ¿Qué tiene que ver eso?
— ¡Es que ustedes son tan inasibles!
— ¡Ja, ja, ja!
— ¿Ves? Tú también tienes una bonita sonrisa.
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