Una mujer malvada no puede permitir que otra sea peor que ella (más mala, quiero decir); por eso la madrastra de Blancanieves en cuanto se enteró de que en la comarca existía otra mujer más perversa que ella, hizo una de sus típicas rabietas y decidió poner un remedio definitivo, como todos los que acostumbraba. La princesa no cumplía aún los siete años, así que faltaba tiempo para que el espejo mágico (que nunca mentía) le dijera a la reina la consabida frase: “Lo digo de vos, y lo digo de ella: ahora es Blancanieves mil veces más bella”. Porque la reina además de querer ser la más bella, también quería ser la más mala, le encantaba sentirse admirada, ser el centro de atención, así que no iba a permitir que cualquier advenediza viniera a opacar su maldad. Aquella tarde, cuando le preguntó al espejo mágico: “Espejo de luna, espejo de plata, dime: en esta tierra, ¿quién es la más mala?”, el objeto mágico respondió: “Lo dije de vos, y lo digo de Tala, ahora ella es cien veces la más mala”. Enterarse que el nombre de su competidora era Tala, decidir qué iba a hacer, le llevo menos tiempo que lo que dura un suspiro. La reina, como presidenta del club “Mujeres malvadas del reino”, dirigía las juntas semanales que llevaban a cabo todas las villanas, donde con descaro, se vanagloriaban de sus incontables fechorías, de sus vilezas. La reina informó en la junta sobre aquella mujer perversa, además la necesidad de aplicarle un castigo ejemplar. La mujer se lo merecía, llevaba en su cuenta mezquindades terribles, múltiples asesinatos (incluidos los de 3 niños), era más mala que la carne de puerco (pobres puercos, les endilgan muchos males); pero lo peor de todo era que no estaba afiliada al club, cometiendo trapacerías a su libre antojo. ¿Quién se había creído semejante fulana para ignorar al club, los estatutos sobre actos malvados en que ellas con tanto ahínco y esfuerzo habían trabajado? Con su acostumbrada seguridad, su despotismo, propuso lo siguiente:
a) Atraer a la fulana con engaños y atraparla como fuera.
b) Torturarla después.
c) Convertirla en algún animal insignificante, que no representara peligro alguno para ninguna de ellas (una arañita patona, tal vez).
d) Hacerla buena (ése sería un castigo terrible).
Las propuestas parecían inmejorables soluciones; cada perversa dama del club fue aportando su voto. Poco le importaba esto a la reina, su decisión era la que valía; si había llevado el caso ante el club, era para satisfacer su egolatría y descargar un poco su conciencia de tanta maldad. El destino de Tala, la perversa mujer, quedó sellado: atrapada, torturada, humillada, ya vería ella si la convertía en una arañita común y corriente o la hacía la más bondadosa de las mujeres.
La madrastra era una consumada bruja; convertir a alguien en lo que se le antojara, era juego de niños.
Los esbirros de la reina, protegidos por conjuros mágicos, capturaron a Tala y la encerraron en el calabozo más profundo del castillo; aunque luchó con fiereza, con todas sus malas artes brujeriles, fue sometida. El encuentro entre la Reina y Tala se llevó a cabo esa misma noche. El ambiente del calabozo era húmedo, denso, maloliente. Se encontraron frente a frente, se miraron a los ojos con odio infinito.
-¿Sabes quién soy?- dijo la reina.
-Sí, una pobre estúpida que es reina.
-Una reina muy poderosa de la cual depende tu vida.
-Termina de una vez maldita bruja y deja de decir sandeces.
-Está bien. Si no deseas sufrir demasiado, bebe esto.
-¡Claro que no! Tendrás que obligarme.
-Si así lo quieres.
La mujer dudó para ahorrarse el sufrimiento; pero el orgullo y la satisfacción de hacer rabiar a la reina, se lo impidieron. De cualquier forma su suerte estaba echada. Los guardias la ataron al “potro”, le aplicaron “el embudo”. La mujer fue obligada a beber la pócima que la reina había preparado.
La reina amaneció feliz. El mundo se despertó con una arañita patona más. La madrastra ni siquiera se molestó con Blancanieves cuando se cruzó con ella en uno de los pasillos del castillo. Se fue directo a preguntarle al espejo mágico: “Espejo de luna, espejo de plata, dime: en esta tierra, ¿quién es la más mala?” “Reina, vos sois la más mala de esta tierra”. Una carcajada larga, sonora, emponzoñó el ambiente. Por esta vez había triunfado. Faltaba todavía mucho tiempo para que Blancanieves le ganara en belleza, viviera con los siete enanos y conociera a un príncipe; también para que el par de zapatillas ardientes que el destino le tenía asignado a la malvada madrastra, la hiciera bailar y bailar de dolor hasta finalmente matarla.
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