La primera vez que Antonio tuvo un acercamiento con Franco fue un mediodía. Franco arrastraba la gran bandeja con rueditas llena de platos, cubiertos, paneras y jarras de agua. Preparaba las ocho mesas del lugar. Antonio se le acercó y le preguntó si podía darle una mano.
- No. Estoy perfecto. Gracias – contestó Franco.
Franco tenía una mirada profunda, era pelado, de porte fortachón. Caminaba como
si llevara una regla sosteniéndole la espalda en perfecta rectitud. Eso le daba un aire de deportista, de boxeador, o más bien de hachero. Uno se lo podía imaginar partiendo leños de un solo golpe con un hacha afilada. Antonio se alejó decepcionado. Hubiera esperado que Franco tuviera la gentileza de dejarlo que lo ayudara. Allí adentro no había mucho para hacer y uno se aburría. Antonio siguió viendo a Franco con cierto resquemor pero un mediodía coincidieron en la misma mesa.
- ¿Y vos qué hacías ahí afuera? – preguntó Franco - ¿Eras profesor o algo así?
- Soy vendedor de celulares – contestó Antonio. – Y escritor. Escribo, escribo
mucho.
- ¿Escritor? – volvió a preguntar Franco algo asombrado. – Tenés pinta de
intelectual. Yo quiero escribir la historia de mi vida – dijo. Se rascó la pelada y
sonrió entusiasmado. Empezó a contarle que había estado con el ejército italiano en África. Que luchaban contra grupos guerrilleros, que había tenido diarreas terribles con el agua contaminada que solían tomar, que solía cagarse a puñetes con sus compañeros. Antonio pensó que deliraba. Que eran todos inventos de Franco. Tenía pinta de veterano de guerra, definitivamente, pero recordemos que todos ahí eran raros, todos tenían cosas extraordinarias para decir, hasta los tristes eran extraordinariamente tristes. Había un pibe que parecía alguna especie de violinista dotado. Andaba siempre vestido con un traje que le quedaba muy corto de piernas, con medias rojas y zapatos negros. Llevaba para todos lados un violín pero no sabía tocarlo. Hablaba como si supiera, como si fuera un gran músico, pero no tocaba el violín, a decir verdad, tal vez sabía tocarlo, pero no lo tocaba, nunca se lo escuchó tocarlo.
Antonio se empezó a sentar al mediodía y a la noche con Franco. Le gustaba escucharlo. Sus aventuras de guerra. Cavar trincheras, disparar ametralladoras, tomar por asalto edificios terroristas, degollar tipos, correr a campo traviesa bajo el fuego de morteros en la noche africana. Antonio solía quedarse mucho tiempo escuchándolo. A veces lo invadía una tristeza inmensa. Un vacío. La sensación de estar a la sombra de un gran sinsentido. Antonio se quedaba tirado en su cama, boca arriba, apenas respirando, sin ganas de hacer nada, sin que nada lo motivara, pero después pensaba en Franco y se levantaba y lo buscaba. Solían sentarse en los sillones del living. Había un televisor. Un piano que nadie usaba. Por la ventana podían verse a algunos de los pacientes fumar.
Franco empezó a decirle que había comenzado a escribir el libro de su vida. Cada vez que se encontraban Franco pasaba una especie de informe a Antonio. Escribí seis páginas, decía. Escribí sobre esto o sobre lo otro, contaba. Un día apareció con unas fotos. Eran una decena de fotos. Franco aparecía con el uniforme de soldado en una carpa, después en un camión, después rodeado de negritos mientras llevaba un botellón de agua. Antonio se dio cuenta que entonces toda aquella historia no era un delirio. Franco efectivamente había estado en África como soldado. A decir verdad a Antonio ya no le importaba que tanto había o no de delirio en todo eso. En ese vacío que lo perseguía como un tormento inagotable Antonio encontraba en Franco una salida.
Una tarde Antonio le pidió que le mostrara lo que estaba escribiendo, quería verlo, darle una opinión. Franco dijo alguna excusa. Unos días más tarde Antonio volvió a insistir pero Franco volvió a encontrar algún motivo para no mostrarle los escritos. Seguía contándole historias de la guerra. Episodios de heroísmo, de violencia, de desesperación.
A Antonio a veces la vida parecía abandonarlo. Como si eso que llamaban pulsión de vida muriera en él. Esa sensación lo llenaba de temor. Era como estar ahogándose y de pronto quedar sin fuerzas para seguir flotando. Era como correr en un bosque y de repente no sentir las piernas. No entendía que había pasado en su vida. Supo ser un joven entusiasta, lleno de vida, con ganas de hacer cosas, pero ahora, apenas pasado los cuarenta años se sentía como envuelto por una neblina de sinsentido. Derrotado, así se sentía, derrotado. Es verdad que la última década de su vida había estado sufriendo problemas económicos. Alquiler, tarjeta de crédito, una inmensa fiesta de casamiento que no debería haber organizado, un hijo. Había estado trabajando sin descanso de lunes a lunes. Una angustia fue creciendo en su interior, en realidad no podía decir que fuera en su interior, porque era como una sombra, o como una nube que lo envolvía y lo ahogaba, lo sofocaba, lo tiraba abajo, sin ganas de comer, de tomar coca cola, de ir a comer asados con sus amigos, sin ganas de jugar al fútbol, de jugar con su hijo, de tener sexo, de mirar Netflix, de ir al teatro. Solamente tirarse en la cama, eso hacía, tirarse en la cama y desear la muerte. Así fue él apagándose hasta que consultó un psiquiatra. Ahora estaba internado y tomando antidepresivos para ver si podía recuperarse. Franco lo inspiraba. Franco con sus ganas de escribir el libro de su vida lo motivaban.
Franco tenía un aire de desamparado, de ser incomprendido. Le había confesado a Antonio que había querido suicidarse y que desde entonces estaba internado con alguna especie de licencia definitiva por incapacidad. Vivía en el psiquiátrico. Por las tardes lo dejaban salir a pegar una vuelta por el barrio, ir al centro, comprar cosas.
Una tarde Antonio encontró a Franco en el medio del patio, rodeado de internos. Repartía botellas de coca cola. Los pacientes celebraban. Franco mostraba una sonrisa de satisfacción excepcional. Antonio agarró una coca cola. La bebió y compartió aquel momento de felicidad. A la noche se dio cuenta que le faltaban del cajón de su mesa de luz quinientos pesos y entonces entendió todo. No se enojó. Ya muchas cosas le importaban un huevo. Hasta sintió simpatía por Franco. Se le ocurrió ponerse a escribir él mismo las historias que le había contado y que le contaba Franco.
Eso hizo. Consiguió unos cuantos cuadernos y se puso a escribir. A veces le pedía a Franco que le contara de nuevo las mismas historias. No le dijo nada a Franco. Este por su parte seguía diciéndole que escribía, pero cuando Antonio le pedía que le mostrara los escritos Franco siempre encontraba alguna excusa.
La depresión era una forma de viscosidad. Algo que se te pegaba a los huesos, a los músculos, a las articulaciones, a los párpados, a los ojos, al cabello, a la espalda, al alma. Antonio a veces no encontraba el modo de explicar que cuando uno estaba tomado por esa viscosidad las cosas eran muy difíciles de hacer. Le costaba un esfuerzo descomunal descolgar la ropa tendida en la terraza. Eso. Una gran sensación de no poder, un vacío, como un grito hueco y vacío, una sensación de desamparo, una noche que nunca terminaba, un miedo sin fin. El simple hecho de subir unos cuantos escalones y descolgar broche por broche, de esa soga larga que cruzaba toda la terraza, esa simple suma de actos simples le parecían una empresa muy dura, como cruzar un río con las piernas acalambradas. Pero ahora Antonio había hecho amistad con Franco. No solo eso, sino que Franco también le había dado motivos para escribir, y eso hacía, escribir, escribir la vida de Franco. Eso de algún modo le devolvía la alegría.
Antonio descubrió a Franco regalando puchos en pleno patio. Los internos se arremolinaban alrededor de él sosteniendo un barullo alegre. Antonio supo que volvería a faltarle dinero. Cuando fue a ver le faltaban cerca de seiscientos pesos. No importaba. La depresión era como un pulpo, como un seudópodo, como una enredadera, algo que se ramificaba y te envolvía eclipsando todas tus ganas de vivir, de seguir delante, de querer. La depresión debía ser una de las formas del infierno. Era una maldad sin dudas. No te dejaba querer, veías a tus hijos jugar, veías a tu esposa charlar, a tus padres tomar mate y nada te movía un pelo, nada te hacía un rasguño, una cosquilla. Solo deseabas que la vida terminara, que esa angustia que como una sombra te seguía cuando corrías el colectivo, cuando ibas a comprar pan, cuando dejabas a tus hijos en la escuela, cuando le dabas un beso a tu mujer, esa sombra, ese agobio, ese sofoco, esa cosa espesa y pegajosa que estaba siempre ahí, como apretándote la garganta, el pecho, contracturándote los brazos, los pies, hasta cuando tenías sexo podías sentir esas ganas de desaparecer pegadas a las sábanas. La depresión ni siquiera era tristeza. Era otra cosa. Otra cosa mucho más vacía, y tóxica, y nauseabunda. La depresión estaba ahí por debajo y también sobre todas las cosas pero desde que Antonio había empezado a escribir las historias de Franco las cosas habían pegado otro giro, como si se hubiera hecho un agujero en una pasta, un agujero por el que a veces, a veces podía respirarse, podía uno mirarse al espejo y descubrir algo.
Antonio se acercó a Franco que tomaba un mate cocido en el comedor.
-¿Me vas a mostrar lo que estás escribiendo?- le preguntó.
Vio la sonrisa de Franco y entendió todo. Franco se levantó de un salto, caminó hacia su habitación. Regresó con un montón de papeles y le dijo:
-Esta es la historia de mi vida.
Antonio vio todos los manuscritos, esos manuscritos que él mismo había estado escribiendo las últimas semanas. Antonio supo que no había maldad en todo aquello. Observó la cara de Franco, la mirada seria, la nariz recta, los pómulos, los labios delgados, el mentón que parecía haber sido golpeado muchas veces. Franco estaba muy contento.
- Gracias por compartirlo – dijo Antonio y se dispuso a leer.
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