En la esquina donde se mece una araña y a lo largo de sus muros, los ojos de ese hombre balanceaban los recuerdos. Habían pasado sesenta años desde la última vez que fue niño y en ese vértice pequeño donde guardaba sus miedos, ese ínfimo lugar donde el yugo del castigo había más que atormentado las horas de su infancia; ¿Cuántas veces amonestado lo hizo mirando hacia ese muro?, se sintió gorrión herido, maltratado. Recordó las burlas, las pedradas y los tirones de cabello, los escupos de los escarabajos al estar apostado en la muralla, el éter de su humedad, el polvo de su gastada pintura, mientras al transcurrir, tarde tras tarde, se perdía en esa terrible oscuridad. Hoy ha vuelto al colegio, a ese moribundo tablón de voces lejanas a echar el último vistazo ante su aparente agonía, una muerte inminente como lo fue mecerse en los brazos de la vieja de Lucía que no hizo otra cosa que humillarlo; y se perdía con la parsimonia de quien tiene que enterrar algo, cogió el lodo de la mala siembra y plantó la última bocha que guardaba, compañera de proezas, de afanes, su alegría, simplemente hoy adormecida, la que lo acompañó en su bolsillo de paño gastado mientras mermaban sus orines tras largas jornadas parado.
Dijo adiós, cerró la puerta, hizo un rictus con los labios y tiró esa tierra en la tumba de sus más profundos sentimientos.
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