Hay cosas que no se hablan. O así lo pensaba Albertina con ese peso enorme de ideas preconcebidas sobre su cabeza pechoña. Ese mismo no hablar de tantas cosas de las que sí ahora discute la gente en corrillos, en las calles y en las aglomeraciones que aúnan voces y verdades. Verdades que aparecieron claritas al develarse desnudas, crueles, sonrojantes y la vergüenza de muchos por haber sido tan “pavuncios” como decía la misma Albertina que se persignaba cuando sentía que las cosas en este mundo se le arremolinaban. Y el recién llegado padre Ramiro, que reprobaba todo con sus ojos arrojando fuego sentencioso sobre esta señora del moño, lagrimeante por haberse atrevido siquiera a pensar y castigarse tratando de borrar esas imágenes encendidas que el demonio le había colocado en su mente. Y con su mano trémula dibujaba crucifijos sobre su pecho para alejar esas sulfurosas influencias. Tendida en su lecho se quedaba la viuda, mientras los remordimientos la acompañaban en un atormentador insomnio.
De las cosas que no se hablaban, estaba el hijo delicado de la vecina Clara, un joven delgadísimo que caminaba por las calles pedregosas con paso ligero, dibujándose sus formas sobre los pantalones aflautados. Silbidos burlescos de la muchachada trepanaban sus oídos, pero jugaba a la indiferencia con mohines coquetos que le despeinaban sus largos cabellos. Era ayudante en la peluquería de don Carlitos, un señor rechoncho, amable , pero sobre todo, un personaje irónico que navaja en mano elaboraba teorías punzantes sobre el origen de las sociedades. Quien era sometido a dichas cavilaciones en plena faena de rapado, sólo atinaba a seguirlo con sus ojos, más preocupado que el entusiasmo de Carlitos no lo hiciera perder el pulso. Y el joven delicado, como le decían algunos, reía que era un gusto, mientras ponía en su lugar, cremas, polvos y perfumes:
- No se preocupe caballero, porque a nadie ha degollado don Carlitos – apuntaba el joven mientras se tapaba la boca con sus manos, tan suaves como las de una chica quinceañera.
Pero ninguno de los que comentaban esa característica suya y que era seguro que obedecía a algo tan concluyente como una homosexualidad, se atrevía a llamar las cosas por su nombre, teniendo tan a la mano el apelativo de “Colita”, que de todos modos era como un trozo de carbón encendido que amenazaba sus manos tendenciosas.
Así transcurría la existencia en ese barrio de la periferia, con los prejuicios sobrevolando como jotes los tejados sombríos, mientras las señoronas se cuchicheaban las novedades y los pelambres con su escoba en ristre, como si esta fuese una antena que potenciaba esas sabrosas habladurías:
- Anoche me asomé a la ventana y por una casualidad de las grandes, vi a don Alfredo, ese de la esquina, que se estaba besando con una mujer.
- ¡Pero si él es casado! – respondieron las mujeres a coro.
- Así es. Sin embargo, yo lo vi. Y la mujer no es de este barrio: una rubia descolorida que no he visto ni siquiera en la misa.
- ¡Y tan buena mujer que es la Rosita! ¡Me dan ganas de ir a contarle al tiro!
- No sea copuchenta, pues vecina. Acuérdese que la engañada siempre es la última en enterarse y nosotras no tenemos porqué alterar ese precepto.
- Así no más es – respondieron a coro las mujeres.
A las dos de la madrugada, Patricia escuchó un golpe en la puerta de calle. Como la mujer se había quedado traspuesta en el sillón aguardando que llegara su esposo, sólo tuvo que asomarse a la ventana y visualizar bajo la luz mortecina del pasaje una figura tendida frente a su puerta. Sin alarmarse, destrabó cerrojos y cadenas y la pesada hoja chirrió penosa mientras se entornaba. Era su esposo, Juan, o “don Choapino”, como lo habían apodado sus vecinos por esa particularidad tan suya de quedarse tendido frente a su domicilio. Patricia, ya acostumbrada a tales menesteres, zamarreó al hombre para despertarlo y éste, con mirada bovina, le sonrió mientras trataba de incorporarse.
Siendo un buen tipo, trabajador en una ferretería, puntual y eficiente en sus quehaceres, bastaba que el fin de semana pusiera pausa a sus actividades para que él se encaminara al bar de don Eleuterio, en donde otros tantos Juanes atrapados en esa vida rutinaria y sin horizontes, le dieran permiso a ese brebaje terapéutico para que les encendiera la imaginación y coloreara sus días grises. Y Juan, que era más bien un tipo silencioso, rodeado de esos personajes discurseaba sobre las injusticias, las precariedades y otras tantas verdades que arrancaban repetidos ¡Salud! tras cada alocución suya.
Una mañana cualquiera, la viuda levantó su mirada por sobre las estampas religiosas que adornaban su velador y se encontró a si misma con esos ojos verdosos tan inquisidores sobre su piel canela. Esta vez pudo más el impulso sensual de soltarse el moño que persignarse y se sorprendió al contemplarse todavía joven, casi dibujada sobre esos ropajes severos. Temeraria, se despojó de esas que parecían mortajas y se contempló desnuda, genuina, bella todavía en su carencia de afeites. Y antes de buscar vestimentas más adecuadas en su ropero, volteó todas las estampitas y la fotografía de su esposo, para que la pared les explicara ese repentino desacato suyo.
Se cuchicheó en corrillos que el vecino de la esquina se sinceró consigo mismo y no acalló más esas voces que lo atormentaban. Lo conoció en la peluquería, joven, sonriente, siempre chispeante y se dejó llevar por el tintineo de sus palabras. El joven también se sintió atraído por él, le gustaron su elegancia y esa gentileza suya, tan diferente a las hipócritas reverencias de los demás. Se enamoraron, demás está decirlo y Rogelio, el vecino de la esquina abandonó su hogar sin destino para irse a vivir con “esa rubia descolorida que no había sido vista ni en misa”.
Ese fin de semana apareció temprano como nunca don Juan y rastrojeando sus bolsillos encontró la llave que le abriría las puertas de su hogar. Algunas vecinas contaron después que traía un ramo de flores en una de sus manos, otras, que venía “muerto de curado” y que abrió la puerta a puntapiés. Lo sorprendente fue que esa misma noche, “Don Choapino” y su mujer salieron muy emperifollados y tomados de la mano, alentando las teorías del vecindario. Sólo doña Luzmira planteó que “esto sonaba a reconciliación”, las demás, silenciosas en su soterrada envidia, no concebían que la felicidad ajena nublara sus apagadas existencias.
Cuando el padre Ramiro reparó en esa mujer tan buena moza que lo contemplaba arrobada, tartamudeó ese pasaje de la Biblia, tosió, se descompuso, pero prosiguió. - ¿Qué no es la viuda? – se preguntó entre líneas, reconociendo a esa fémina encorvada y de tan apagada faz entre refajos fúnebres y rezos implorantes.
Cuando la misa finalizó, los fieles se despidieron de él, agradeciéndole por haberles instalado en sus mentes pecadoras la savia esperanzadora de la palabra. El sonrió y los despidió con amabilidad de cura, sin despegarle el ojo a la viuda, que aguardaba solitaria en el banco.
Cuando todos abandonaron la iglesia, Albertina se levantó y su imagen vibró fulgurante en las pupilas del padre Ramiro. Jamás hubiese imaginado que bajo esas vestimentas tan severas se ocultaba una mujer tan hermosa. Una falda que cubría sus rodillas enseñaba un par de piernas muy bien torneadas, un breve escote insinuaba exultantes secretos que alentaban la exploración. Y esa sonrisa misteriosa y la serenidad de su gesto parecían incendiar de deseo a ese sacerdote, del cual se rumoreaba que era bastante picaflor con las damiselas, si bien no era algo que, por supuesto, pudiera ser comprobado.
- Quiero confesarme, padre – dijo la mujer y el cura sólo atinó a estudiar los cómo y por qué de esa transfiguración.
- ¡Confiéseme padre por favor! ¡Sé que he pecado!
El padre sólo atinó a restregarse sus ojos y luego, con esa voz suya que se encendía en las jaculatorias, le respondió:
- ¡No mujer! ¡No has pecado! Es la Gracia Divina la que te libera de este largo luto al cual te has sometido! ¡Eres soberana para recomenzar tu vida, en la virtud del Señor!
Largo rato dispuso el padre Ramiro para aconsejar a Albertina, quien reculaba a destiempo de esa audaz emancipación de su espíritu y de su cuerpo. Tras esto, la mujer comprendió por fin que su esposo estaría feliz de saber que ella renacía con nuevos ímpetus y que lo honraría siempre en su pensamiento y en sus actos.
Por supuesto que somos seres falibles, olvidadizos de nuestras promesas y volátiles como el gas que expende el repartidor. No transcurrió un mes antes que el sacerdote se fugara con Albertina, dejando los hábitos y toda su reputación a expensas de las habladurías del vecindario. Mal que mal, era un cura nuevo que de todos modos no les ofrecía mayor confianza, tomando en cuenta que se las había pelado con “esa puta hipócrita de la Albertina”.
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