Eres como un chicle, pegajoso, un chicle duro y seco, nada elástico; y tan elástico que en nuestras bocas, estirado al límite, de punta a punta, filiforme, habiendo tomado la forma de un hilo, no se rompe. Eres, hombre, un hueso duro, un chicle atípico, un chicle tentacular que, casi vomitado de mi boca, se agarra por alguna fracción de superficie.
Por algún lado me reclamas, y cuando creo que ya te he aplastado, te veo aquí, como una pompa gigante que me quiere. Aunque quisiera escupirte de mi boca, no lo hago. Te agarro con los dedos y dejo entre matojos, retirado de mí; suponiendo, creyendo, que el aire te ha arrastrado fuera de mi vida, que la tierra te ha ocultado de mis ojos o que un niño te ha acabado, pisándote.
Te niego ya, he olvidado tu sabor a menta, a todo; y entonces, inexplicablemente para mí, me muestras que me amas y mi anhelo y entonces, no necesito preguntarme nada.
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