Cuando a los 21 años fue diagnosticado de cáncer pulmonar su vida adquirió un camino definitivo y para algunos desesperado. Decidió usar el poco dinero que poseía para irse del país, irse donde nadie lo conociera, en donde nadie pudiera juzgarlo. Así fue como en el año 2004 después de Cristo lo conocí en un café en la calle Villanueva en Madrid. Parecía una persona cualquiera, quizás algo triste si, pero al fin y al cabo todos deberíamos estarlo. Su rostro se veía agotado, pero de alguna forma sereno y aún joven. La razón por la cual decidí acercarme a él fue porque noté que leía un libro de cuentos que yo había escrito años atrás y nunca había tenido la posibilidad de conversar con alguno de mis lectores, los cuales debido a mi mediocridad no abundaban. Debido a que en mi libro no aparecía mi verdadero nombre, sino más bien un seudónimo, el nunca se entero de que me estaba leyendo a mí. Por lo tanto no tuve ningún problema en decirle que mi nombre era Romero Bertoglio. Cuando nos pusimos a conversar, después de un desagradable inicio y una serie de silencios incómodos, logre que me contara su historia. Llevaba ya un año en Madrid, trabajaba en una librería no muy grande pero de muy buen prestigio, en el centro de la ciudad. En el desarrollo de este año había ejecutado todo tipo de creaciones artísticas imaginables. Poemas, dibujos, pinturas, recetas, estructuras fabricadas a mano, un instrumento musical, una cinta con música compuesta e interpretada por él, un libro, fotografías y cintas con sonidos cotidianos eran algunas de sus obras más recientes. Según lo que me contaba vivía en una pequeña pieza que le arrendaba a una veterana alemana. En aquella pieza reposaban todas sus obras y creaciones. Cuando le pregunté que porque hacia eso con tanta prisa y sin alguna razón aparente, me contesto que en cualquier momento habría de morir por cáncer pulmonar y quería dejar algo en el mundo, ya que en sus primeros veinte años de vida no había recuerdo latente alguno de él que pudiera perdurar en la piel del Universo. No supe que contestarle, porque la verdad era que su situación era también mi situación y la de todo el mundo, era un hombre sentenciado a muerte que desesperadamente trataba de ser recordado, de dejar evidencia de su existencia, la única diferencia quizás era que él sentía que no tenía tiempo que perder. Después de una intensa y agotadora conversación me dijo con su voz serena que debía volver a la Librería, antes de que se fuera me di cuenta que no sabía su nombre y me dijo que se llamaba Roberto, también le pedí su dirección y yo le di mi número de teléfono, no quería perder la oportunidad de ver las creaciones de un hombre en ese estado de prisa. Al llegar a mi departamento no pude dejar de pensar en aquel hombre, me intrigaba el motor que lo impulsaba a comportarse de tal forma, de tener que crear tanto, por el solo hecho de dejar algo palpable aquí con nosotros, algo que probablemente no sería elogiado o valorado de ninguna forma, pero que aún estaría ahí, dando la posibilidad de que algún día algún ser descubriera aquellas creaciones e inevitablemente se construyera una relación o un puente entre aquellas dos personas que en vida nada compartieron. Acaso no puede ser eso el arte, un instrumento por el cual el hombre se desarrolla espiritualmente y se comunica con seres y entornos de diferentes épocas y lugares.
Pero porque todo el mundo no hacía lo mismo que aquel hombre sentado en aquel café de la calle Villanueva, porque yo no sentía esa necesidad de dejar mi registro, acaso es posible que dentro de nuestras ingenuas mentes creamos que somos de alguna forma inmortales. Vemos y sentimos la muerte todos los días, sabemos científicamente que vamos a morir un día quizás ya predestinado, pero aún así nuestra propia muerte nos parece fantasía, demasiado lejana quizás, demasiado fría, demasiado hostil, mejor me voy a acostar.
Una semana después de aquel encuentro decidí ir a visitarlo después del trabajo. Como todos los días lo hacía, aquel mediodía fui a tomarme mi café a la calle Villanueva y para mi sorpresa me encontré con él. Sentado en la misma mesa y aún leyendo mi libro. Me acerque a su mesa como un felino desplazándose entre el trigo. Levantó su mirada por sobre el libro y no percibí cambio alguno en su rostro, parecía que de alguna forma ya estuviera muerto y que su vida fuera solo una formalidad para poder terminar sus obras de registro. Atrevidamente le pregunté que le parecía el libro y para mi asombro respondió que le encantaba, que usualmente no malgastaba su tiempo en leer, pero que aquel libro ya lo había leído tres veces seguidas.
De forma egoísta mi atracción hacia aquel ser creció aún más desde ese momento, le pregunté si sería posible que me mostrara sus creaciones más tarde, pero me respondió que no podría hacerlo hasta que todo estuviera finalizado, solo le faltaba terminar el último capitulo de un libro que estaba escribiendo y después podría mostrarme su extenso repertorio sin problema alguno. Según el no le tardaría más de una semana terminarlo.
Después de este segundo encuentro, nos vimos todos los días al mediodía en aquel café, uno de esos días me dijo que su apellido era Olimegro, le dije que nunca lo había escuchado y él con un tono un tanto sarcástico agregó que era muy raro y no por casualidad.
La última noche antes de que se cumpliera una semana de haberle preguntado si podía ver sus obras me di cuenta lo raro de su comportamiento en nuestros últimos encuentros, de alguna forma parecía mas interesado en mi, parecía de alguna forma más completo, como si todo en su vida encajara, deje de pensar y decidí ir a dormir, estaba ansioso por ver su material, su tan esperado registro.
El transcurso de la mañana fue completamente normal, al mediodía fui al café en Villanueva como acostumbraba pero Roberto no apareció, decepcionado volví a mi trabajo. A las siete de la tarde volví a mi departamento, no tenía mensajes, me senté solo en silencio en la oscuridad de aquella sala de estar. De pronto sonó el teléfono, era una llamada del Hospital Central, Roberto estaba muerto, insuficiencia pulmonar, paro respiratorio, acaso importa, estaba muerto. Me llamaban a mí porque la veterana alemana, a la cual Roberto le arrendaba la pieza, tenia un papel firmado por Roberto en el cual estaba escrito que todo lo que estaba dentro de aquella pieza quedaba bajo mi propiedad. Fui de inmediato al Hospital, pero por no ser pariente no tuve acceso para ver a Roberto, no importaba, estaba muerto. Luego de estar cinco minutos en aquel lugar partí rumbo al hogar de aquella veterana. Era una casa inmensa y muy vieja sin patio anterior. La anciana me pidió que le mostrara algún documento para estar segura de mi identidad, después, sin decir una palabra, me llevó al subterráneo de aquella casa en donde Roberto dormía junto a todas sus creaciones, cuando entramos a la pieza la anciana prendió la luz y se fue cerrando la puerta. Era una habitación no muy grande y sobre el piso se dispersaban al menos sesenta distintos objetos. La cama se situaba en una esquina junto a una pequeña ventana que por los barrotes parecía de prisión. Sobre la cama yacía un solo objeto, un libro de al menos cien páginas. Me senté en aquella anticuada cama y abrí aquel libro apoyándolo sobre mis piernas. El libro constaba de ocho capítulos, los primeros siete trataban sobre su vida en Madrid, sobre todas sus creaciones y las historias paralelas que surgían debido a las mismas. El último capitulo dio vuelta totalmente mi concepción de lo que creía hasta el momento, pues este capitulo narraba sobre su encuentro conmigo. En él escribía de como mi llegada beneficiaba en forma culmine su empresa de dejar registro. Narraba como me había atraído al hacerme creer que le gustaba mi libro, al parecer había averiguado que yo era el autor de aquel libro y se había sentado frente a mí en aquel café que yo frecuentaba solo como señuelo, con el propósito de que yo obligatoriamente fuera el receptor de su arte e hiciera valedero su registro. Ahora yo inevitablemente poseía todo su registro, lo cual ya era suficiente para él, pues con el hecho de haber un receptor, Roberto se hacía de alguna forma inmortal.
Al final del libro había escrito un inventario con todas sus creaciones, una lista de 89 objetos, mientras sobrepasaba mi vista por aquella larga lista y verificaba que algunos de aquellos objetos yacían en aquel momento junto a mis pies, mi mirada se paralizó en el último elemento:
Creación Número 89 - Romero Bertoglio.
Era mi nombre. Yo era el objeto número ochenta y nueve, el único con vida, que completaba su morboso, pero perfecto registro de que en algún momento el fue parte del Universo, de la historia, de la vida. |