Las ruedas se atascaban entre el barro. Nos vinimos sobre las mulas, pero a lomo. Tiempo habría de volver al día siguiente a por el carruaje.
Fue cambiar el aire y derramarse el cielo. Pero era una agua cálida. Fue la primera vez que subí a una caballería. El cuerpo de Santiago me protegía un poco del agua. Yo venía delante y no hizo falta mucho para tener el primer percance, pues a punto estuve de caer, al emprender el animal un ligero trote. Ni siquiera sabía que las acémilas podían trotar.
Luego, bajo la chimenea, me dijo Santiago que una acémila podía ir incluso al galope. Que él las había visto correr. Sobre el macho- atrás- venía la abuela. Una abuela de cincuenta años. Por tales tiempos- estoy hablando de mi infancia- la gente avejentaba pronto. Pero la mujer venía también al trote sobre el animal. La galera la habíamos tenido que dejar en el campo.
Me habían dejado al cuidado de ellos: de la pobre viuda y del capataz- Santiago. Un capataz al que apenas recogíamos para pagarle. Pero, técnicamente, éramos amos. Amos pobres, pero amos. Unos amos cuyos hijos andaban en fábricas del exterior, en la industrializada Europa. Mientras, nosotros, seguíamos con la trilla de pedernal y otros utensilios paleolíticos y la tracción animal. Aunque ya se veían los primeros tractores, nosotros seguíamos con tal ganado. Y de qué manera. Ahora a sus lomos emulando- nunca mejor dicho- a las caballerías de las películas de vaqueros.
Sobre aquel camino, empapado completamente y con una cortina de agua sobresaliente me parecía estar viviendo una auténtica aventura.
De repente, a Santiago- el capataz- se le cae el sombrero. Un sombrero, no de paja que solíamos usar, sino de fieltro. Y me quedo yo solo sobre la caballería, sujetándola de las riendas. El animal que nota mi falta de aplomo y no obedece a "sió" alguno. Menos mal que nos pilla corriendo Santiago. Es algo menor que la abuela pero yo lo veo también como un hombre viejo. Pero nos da alcance y el animal se sosiega.
Bajo la chimenea contamos el percance.
A la galera: un carro de dos tiros de mula, de madera y hierro, habrá que sacarla con un tractor- comenta Santiago. Otra gabela más. En aquella casa no ganamos para sustos ni episodios como el que digo.
Por lo menos tenemos lumbre para secarnos- dice la viuda. Yo, su único nieto, lo celebro. Del fuego emergen unas llamas con efecto hipnótico. En la cuadra, la mula y el macho se sacuden la humedad con resuellos. Les hemos dejado una buena porción de grano. Con nosotros no se aburren- comenta Santiago.
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