Aunque él no lo sabía, allí, entre pinturas, debía de estar algo narcotizado. No era lo mismo entrar a aquella clase de expresión plástica- creo que así la llamaban- un par de horas a la semana que estar cuarenta como él hacía.
Aquel universo de los olores- todavía conservo un rotulador que me los evoca- imprimía carácter en quien los esnifaba. Pinturas por doquier y gente expresándose artísticamente- también por doquier- hacían de la estancia el paraíso. El único paraíso artificial que habité durante la infancia. Pero no éramos conscientes. Salíamos levemente narcotizados pero nadie reparó demasiado en ello. Un fuerte olor a pinturas de todo tipo inundaba aquella estancia, pero nadie dijo nada. Nadie dijo "qué bien; hoy tocan drogas". Pero tocaba. Entre aquellos trazos experimentábamos el paraíso, pero nadie iba allí a posta a meter el narigo. Simplemente pasaba. Que tocaba de vez en cuando. El profesor, en cambio, vivía la orgía perpetua. Quizá por ello se mostraba tan magnánimo. Yo, que era un analfabeto integral en la materia, aprobaba y pasaba de curso. Mis burrapatos alcanzaban categoría de arte abstracto, así como los de mis compañeros. Todo tenía cabida en aquel mundo de acetonas y demás bálsamos.
Razón, por tanto, por la que salimos de la institución, en la creencia, algo hinchada, de ser unos auténticos "picassos". Conservo, como decía, una "rotu" de aquellos tiempos, que te transporta con los ojos cerrados a aquel mundo de anarquía pictórica tan bien surtido, como era nuestro centro. Todo valía. Recuerdo un cuadro mío de dos tipos en lo alto de una montaña, y, también, la mariposa gigante de Estudillo- un compañero. De allí, salíamos más amigos y camaradas de lo que habíamos entrado. Y era por ello: que potenciaban la camaradería todos sus elementos. Aquellas racanerías que eran mis cuadros merecían el plácet del docente. Don Plácido, siempre de buen humor, celebraba con alborozo todo lo que le llevábamos a examen. Daba igual la misión que emprendieras, que servía. Qué tipo más magnánimo. Pero sólo ocurría entre aquellas cuatro paredes. En el resto, misteriosamente, no servía cualquier cosa, y las ecuaciones, por ejemplo, sólo tenían un resultado válido. Quizá por ello lo queríamos tanto a Don Plácido. Cuando nos despedimos del centro hicimos una colecta y le compramos, nada más y nada menos que un cartón de Winston. |