Era la tranquila mañana de un día cualquiera cuando extrañado me desperté y no me podía mover. El suceso harto conocido hoy día pero no por mí a los 17, detono en mí un horror indescriptible. No había preguntas ahí, no había explicaciones, no había control ni lógica, y –salvo mi aterrorizado consciencia- no había nada, solo eso: una inconmensurable oscuridad hundiéndome cada vez más y más.
Vivía una lucha encarnizada, férrea, mortal. Luchaba contra la oscuridad. Quería moverme, salir de ahí. Así que trataba de mover un dedo, qué dedo, cualquier dedo. El dedo no importaba. El caso era ser nuevamente, salir, vivir otra vez. Dejar aquel pozo denso e infinito y aquellas condiciones de infeliz pequeñez por entero espantosas. No luchaba contra nada en particular; de hecho no luchaba: flotaba, sólo ahí, inserto en la nada, en un profundo vacío, inmensidad pura, sin asideros, sin fondo, sin significado. La parálisis era también oscuridad, repito. Mi terror por tanto era esa oscuridad. Puedo decir sin temor a contradecirme que sí, que sí me movía. Pero en otro plano, un plano astral, ilógico, no material: EXISTIA; estaba ahí: tenía dos manos, dos piernas y una cabeza. No sé si también estaba vestido pero al parecer si: vestía pantalón y sudadera blancas, creo. Y me veía crudamente ahí, como un ratoncito insignificante inserto en un escalofriante hocico, hundiéndose cada vez más y más, garganta abajo. Y lo peor es que era consciente de ello, y de que el fin último de este hundimiento era la muerte, aún lo recuerdo: la disolución total, sin mensajes ya, sin decisión, sólo la nada: densa, oscura.
Como ya dije, estaba lúcido.
Pero en este punto del drama era que yo seguía vivo. No hay exageración es esto. La muerte –ahí lo supe—no es la muerte para quien está vivo. La muerte penetra, consume, se va llevando tus cosas, tu vida, ese quien eres, y eso para mí, ese irme separando cada vez más y más de todo cuanto "era", me petrificaba. El estar sano y ocurrirle lo que a mí, repentinamente, ¿vive? —una muerte espantosa--. Al menos ésa es mi experiencia y así lo cuento. Separemos entonces las cosas. Yo no estaba preparado para ningún adiós. El único adiós que yo conocía era el adiós a los cuates, y eso de un día para otro. Así es que concentrando la totalidad de mi atención –no de mis fuerzas, las fuerzas en esas circunstancias son otra cosa— me forcé reaciamente y a como dé lugar, en salir de ahí. ¿Cómo?: en mover un dedo, ya lo dije: cualquier dedo, el dedo no importaba, creo el de mi pie derecho, el dedo gordo, si, el más combativo y personal, supongo.
No logré nada. Insistí, sin embargo, insistí, insistí. Entonces en el punto más álgido de mi trance ocurrió: moví un dedo, fue increíble. ¡Moví un dedo, un dedo!, pensé, e inmediatamente giré el pie, luego la pierna, y el cuerpo; fue maravilloso, celestial. Volví a la vida; y abrí más los ojos o ya los tenía abiertos, el caso es que un sentimiento difícil de describir me inundó. Mi cuerpo otra vez, yo mismo, inundado de sangre, irradiando vida, sentir la luz del día iluminando mi cama, una luz blanca que se filtraba entre las cortinas e inundaba mi cuarto, acariciándome, llenándome de calor, de fuerza. Toda impotencia sucumbió entonces y un desahogo íntimo, casi maternal, se filtró en mi.
Entonce di un giro en la cama: éste era yo: feroz, único. No quería llorar, no pensaba: sentía únicamente. Y sentir era respirar; era yo, nuevamente.
Vivía vida la vida, la muerte, la nada, no era nada.
Por la tarde sin embargo aspiré el espeso humo de la droga y la sonrisa del diablo que de nuevo inundaron mis pulmones otra vez entre tantas otras cosas… si, simplemente hizo clic.
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