El gallinero había quedado deshabitado, y media de alto, metro y medio, así que los habitantes entraban agachados, y las sillas habían sido cortadas a la mitad. Cuando salían seguían encorvados, pero tenían un lugar donde cobijarse.
Mientras hubiera gallinas en el corral, tendrían trabajo. Las mataban, las desplumaban y mientras volaban las plumas por doquier ellos festejaban otro día sin hambre.
Por las ventanas del gallinero podían ver a los hijos de los dueños. Altos, rubios, de grácil figura, holgazanes mientras ellos, petisos, negros, hambrientos y ceñudos, se sacudían las plumas con varios contoneos y sacudidas de sus cuerpos.
Nino el más alto, decidió por fin cambiar, y teniendo comida en el estomago, fue al pueblo más cercano a modificar su cabello, a teñírselo de rubio para parecerse más a los hijos de los dueños.
Cuando volvió lo miraron con desdén. Nino entonces supo lo que tenía que hacer. Por la mañana los cuerpos blancos y lampiños de los hijos de los dueños, estaban rociados a lo ancho del lago, desnudos.
Ya no lo hostigarían jamás.
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