Dionisio despertó con el primer canto del gallo, verificó con su linterna en el almanaque Bristol que estuviera en la semana de menguante, era su preferida para la recogida de los sembrados; en las primeras luces del alba, repartió los sacos para la recolección del cultivo y emprendió su labor cotidiana. La flor estaba abierta, familias enteras se movían agachadas a lo largo de las hileras, recogiendo algodón y depositándolo en los largos sacos que amarrados a la cintura arrastraban con ellos en un inmenso campo abrasado por el sol. Una vez que se llenaba el saco, había que llevarlo al lugar establecido para el peso.
El campesino miró el cielo despejado, se quitó su sombrero, secó de su frente las gotas de sudor que resbalaban bajo aquel sol inclemente, de pronto, divisó la figura de un hombre joven con una boina, que caminaba entre el cultivo hacía él. Era rubio, con unos ojos tan verdes que parecían esmeraldas, y tan penetrantes como su sonrisa. Se ofreció para laborar, pero cuando Dionisio le dio un saco, no sabía cómo usarlo. Dioniso creyó que aquel hombre citadino quería obtener dinero sin trabajar duro, y dijo: “La avaricia y la ambición, congelan al corazón”. Aún sin creer en él, asumió la nueva tarea a regañadientes de enseñarle el oficio.
El joven llamado Fausto, mientras laboraba empezó a hablarle a Dionisio de sus viajes, y costumbres populares que había aprendido y que a los ojos del campesino parecían mundos desconocidos. Dionisio que era todo un experto en la recolección y de mal carácter; apresuró sus manos para dejarlo atrás en el surco y así evitar oírlo, pero el joven sin proponérselo lo igualó y aun cuando el aldeano le hablaba de manera tosca, Fausto respondía con sentido del humor. Al finalizar la jornada, había obtenido la misma cantidad de sacos que el hombre agricultor.
Al siguiente día, cuando repartía los sacos no lo vio entre los recolectores, y confirmó su primera impresión, pero notó a alguien a lo lejos que venía corriendo, puso una mano encima de los ojos para poder mirar sin que le molestara el sol y lo vio aparecer dispuesto a su nueva ocupación. El joven trabajó tan rápido como pudo para igualar la par del surco, la presencia de Fausto al campesino lo sacaba de casillas, pero a medida que iban pasando los días, se acostumbró a su presencia.
Igualmente ocurrió con sus compañeros de cosecha, todos disfrutaban de los diálogos de Fausto, quien tenía una conversación extraordinaria y envolvente; encontraron una manera de pensar original y distinta; y en la forma de hacer chistes y de llevar la conversación de un tema a otro, era verdaderamente genial. Se sentían con tanta confianza que le hablaban de cosas íntimas, como si sintieran que estuvieran conversando con un viejo amigo de toda la vida.
Uno de los jornaleros que veía en el joven una gran competencia, trataba de trabajar a la par en la recolección, pero nunca pudo alcanzarlo, ni obtener un buen producido en el peso de sus sacos, al finalizar el día, siempre se sentía con un gran cansancio por tratar de igualarlo, pero Fausto tenía en sus manos un don innato. Un día, en que aquel labriego hablaba con el joven, lo miró fijamente, observó aquellos penetrantes ojos verdes y dedujo que su agotamiento era debido al “mal de ojo”; la capacidad de ciertas personas en producir mal a otra persona por su fuerza en la mirada.
El rumor se esparció entre los trabajadores y de manera extraña muchos no se sentían a gusto con el muchacho, afirmaban que quien lo miraba, conseguía hacer salir lo peor de cada quien, algunos aseguraban que les hacía despertar sentimientos diferentes y contradictorios y dedujeron la falta de concentración, los malestares, y las molestias al mal. A la mañana siguiente, numerosos labriegos tenían en sus muñecas un brazalete hecho con semillas de peonía, lágrimas de San Pedro, manitos en forma de puño de piedra de azabache y nazares azules. A Dionisio, le había parecido que el joven había logrado sacar lo mejor de él, su risa; sin embargo, el rumor fue más fuerte, y no estaba exento del miedo, dicha angustia había repercutido en todo el pueblo.
Fausto notó que algo extraño pasaba, podía verlo en los ojos que rápidamente evitaban la mirada, en los hombros ligeramente encorvados, en el aspecto nervioso y apresurado de los campesinos cuando caminaban, en el callar cuando pasaban por su lado. La muestra de lo que había sucedido y que incomodaba a las personas, se apreciaba en la disminución de los trabajadores del cultivo y en algunos sucesos que el joven no comprendía, como la mujer recolectora que él saludó y que ella contestó el saludo observándolo fijamente, con la frente fruncida, con un ojo oprimido, uno de los labios torcidos y enseñando los dientes del maxilar superior. (con el fin de que la viera fea y no le echaran el mal de ojo).
Sin comprenderlo, sintió algo interior que le decía que dejara a toda esa gente a su espalda y se dirigiera más allá de las montañas, donde existían mundos por conocer. Así que el enigmático personaje que un buen día apareció, desapareció sin dejar rastro. El chillido de un ave llamó la atención de los oídos de la gente, quienes giraron sus miradas hacia el cielo con el fuerte sol y vieron una gran sombra volar sobre sus cabezas, nunca supieron distinguir de qué se trataba, después de eso, jamás volvieron a ver al hombre de los ojos verdes.
En la mente de los pobladores quedaría labrada la imagen de aquel individuo de boina, piel blanca, y ojos esmeraldas que habría de protagonizar las pesadillas de los habitantes por mucho tiempo y que un buen día, había de descubrir su vida en un cuento. |