A tamara

Ven, camina despacio. Llena este vaso. Sumérgete en él e ilumínalo, sube luego hasta el borde y desaparece en la nada.

Ven, camina despacio, la calle está oscura, una estrella se aproxima, te rodea, besa tu rostro, respira sollozos míos, tiembla, fragmenta la calle y se evapora en tus ojos.

Ven, camina despacio, los ríos suben, corren en las alturas, atraviesan tu frente, tus ojos, tus pensamientos, esos recuerdos que más quiero; son rayos dorados después de la lluvia, ramilletes de flores radiantes de sol, animales incandescentes saltando en la noche, en el espacio suave de tiernas hebras, como miles de naves en el mar profundo de tus ojos, ojos que navegan, que penetran, que inundan de miradas las mañanas, con una melodía como un aroma, un aroma amartelado de voces calladas o flores abiertas, matiné de palabras marinas, sujeta a una niebla que crece, blanca como la luna, como la alegría de tu cálida presencia, que me devora y se deshace en un vaho, luego de alimentarme y callarse.

Ven, camina despacio, llena estos brazos, húndete hasta los huesos, besame y escapa conmigo; atada a mi sombra recorre los kilómetros de amargura que te separan de mí, de mi boca oscura, y mi reino, que nombra tu nombre, como reino mío.

Ven, camina despacio, la música del corazón no deja dudas, arrasa los sentidos, abre las venas, quiebra el silencio, los sonidos, los ojos fríos, la música del corazón que muerde tu oreja, que te levanta, que se escapa, que corre a través del viento, desbocada parvada de pájaros, astilla irisada de luz, que salta, que aprieta y atrapa, colmada de voces, como blancos castillos flotantes, alfombra vieja del viento, la voz viajera que ríe, profundamente enamorada de ti, muchacha indescriptible, hecha de colores, secreto y luminosa luz.

Ven, camina despacio, estrella tu rostro contra el mío y desaparece, es en el polvo infinito del caos donde finalmente nos encontraremos.