Consciente de que me había estacionado en un lugar prohibido, lo hice pensando en que sólo me demoraría un par de minutos. Bajé de prisa y corrí hacia la taquilla de la estación del Ferri, por suerte no había fila y la compra de boletos fue rápida. Ya de regreso una grúa estaba enganchando mi automóvil.
Oficial pudiera detener la acción, le dije de forma amable a quien pensé tenía el mando. Se ha estacionado en un lugar prohibido. Estaba consciente de ello, lo hice pensando en que no me demoraría. Lo siento, tendrá que acompañarnos. Bueno, entonces levánteme la infracción. No es posible, su delito es delicado.
Sentí la presencia de dos oficiales más que se acercaban lentamente a mi espalda. Uno de ellos agregó, por favor suba a la patrulla. Pero porqué. Amigo, la detención no es por el hecho de haberse estacionado en un lugar prohibido, sino por no porta el cubre bocas respectivo, pagará una multa y realizará un servicio comunitario, me señaló aquel muy formal representante de la ley.
Al llegar a la delegación de tránsito, expresé al juez en turno que esto me parecía una arbitrariedad. Más consiente de la situación y por desconocimiento del reglamento interior por ser turista, el juez ordenó el pago de una multa simbólica y el “trabajo comunitario” durante un par de horas. Me dieron un instrumento de trabajo, confieso que fue divertido el barrer junto a otras cuatro personas el patio central del edificio de la presidencia municipal.
Todo ello, en un lugar costero, (como lo dijo Cervantes acertadamente hace muchos años en la escritura del Quijote de la Mancha) “cuyo nombre no quiero acordarme”.