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De repente nos empezó a hacer falta un alter ego. Era éso o tirar por la ventana la televisión. Los dos habíamos sido criados - a falta de presencia paterna- por el aparato de televisión. Por lo que ya no podíamos crecer más. El instrumento tiene sus límites y por muy práctico que resulte cuenta con un "no más allá". En tal sentido aquel "non plus ultra" televisual nos estaba empezando a hacer daño.
Cuando ella cumplió diez años, al parecer alguien se había dado cuenta de nuestra falta de escolarización. Un día se presentó una inspectora en casa y ordenó- a través de la mirilla- que sin falta al día siguiente teníamos que hacer acto de presencia en una dirección que nos escribió en un papel y que metió por debajo de la puerta. En cuanto llegó nuestra tía se lo hicimos saber. Le llamábamos así, pero en realidad el parentesco era menor. El único aval que teníamos en el mundo. Nuestra madre había sido madre soltera y murió. Hasta entonces todo iba bien. Cuando podía, nuestro padre acudía a vernos. Y nos daba dinero. Pero un día, inopinadamente, nuestra madre expiró. Lo llamamos por teléfono y él se encargó de todo. Al principio siguió viniendo pero cada vez más espaciadamente. Lo que le permitían sus relaciones familiares- decía. Y era que nuestro padre biológico tenía otra familia, a la que le unían vínculos jurídicos, a diferencia de la nuestra. Podía haber prescindido absolutamente de nosotros, pero no lo hizo. Claro, nuestro bienestar era sólo material. Contrató una señora- a la que le llamábamos tía- y nos atendía, pero como lo puede hacer una profesional.
El caso es que alguien reparó en nosotros. No teníamos a nadie más en el mundo. Nada más que a nosotros mismos. Mi hermana mayor de diez años y yo.
No sé cómo pudieron reparar en nosotros ni quién fue; pero sucedió. Y fue justo cuando decidimos deshacernos del televisor. Nos fagocitaba el aparato. Con él habíamos aprendido cuatro cosas básicas, pero llegó el momento en que dejó de servirnos. También habíamos pensado en coger dinero y largarnos asidos a unas sábanas atadas a conocer la realidad.
Al principio nos daban miedo los otros niños. Como nuestra madre, de muy chicos, nos había enseñado a leer, tampoco nos pusieron con los más pequeños. De hecho a mí me colocaron con los de mi edad y a mi hermana con los de un curso inferior.
También abandonamos la casa, instalándonos en una institución tutelar. Los fines de semana nos veíamos. Fuimos creciendo y nuestra vida empezó a ser normal, pero aquellos lazos que nos unían eran muy difíciles de desatar.
Nuestro alter ego se materializó espontáneamente y empezamos a ser otros a los de la casa cerrada y frente al aparato de televisión. A mi hermana le fue mejor en la vida. Era guapa y encontró a alguien con quien compartir la existencia.
Me ayudó mientras pudo. A mí me fue algo peor. Me acabo de meter un chute en un portal. Mientras se cierran mis ojos en viaje postrero se me representa su imagen- único amor que he conocido. Y también Espinete, la rana Gustavo, Don Pimpón. Mientras mi vida se acaba siento que todavía podía haber sido peor.

Texto agregado el 13-09-2020, y leído por 48 visitantes. (0 votos)


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