Ha sonado en alguna parte de la casa. Uno tiene esa sensación de vergüenza íntima y silenciosa al revelarse como una sentencia que tarde o temprano debía llegar acerca del miedo.
Y entonces es un ruido metálico y seco a medianoche, se siente una especie de música oscura detrás de donde deberían estar las paredes del cuarto y tal vez ya pasaron dos largos minutos desde que uno abrió los ojos, o por lo menos desde que pudo hacer a un lado la primer cortina negra del sueño ante el impulso frío del ruido en la casa a oscuras.
Hay un momento en que todavía es necesario forzar hasta la desesperación los ojos para vencer la oscuridad y empezar a percibir, tan lentamente como quien aprende un idioma extraño, dimensiones más o menos comprensibles en la noche y todo mucho más acá o allá de llantos frenéticos de perros lejanos.
Se agudizan los sentidos no bloqueados porque ya se ha desistido del empleo de la vista y eso es casi un juego. Las manos extendidas hacia delante buscando encontrar algún relieve que resulte familiar.
Uno ha creído ponerse de pie o lo más parecido a ese movimiento cuando vuelve a sonar, esta vez mucho más cerca, aunque la distancia permanece inasible y se vuelve al hielo en la nuca o eso que se pensaba que era el miedo, pero dos o tres minutos de silencio bastan; y uno lo piensa casi ingenuamente y se dice a sí mismo: no es nada. Basta con un vaso de agua en la tibieza de la cocina silenciosa. En la más completa oscuridad uno se siente aliviado. Dos manos frías se tensan: comienzan a apretar el cuello de uno.

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