La he visto a Rebeca y todo ha sido una gran confusión, porque habíamos convenido no volver a encontrarnos desde la enfermedad de Lucía, desde esas noches de insomnio llevando y trayendo recipientes de agua con hielo y trapos limpios. Lucía delirando una fiebre que nació de saberlo todo, de los restos de tu colonia barata, Rebeca; de tus cabellos castaños en el cuello de mis camisas a cuadros.
No vernos porque entonces sería peor para los tres, porque así nos iríamos cayendo cuesta abajo indefinidamente, arrastrando al pobre de Juan, a ese tan buen hermano mío, al perfecto esposo tuyo, Rebeca. Pensándolo mejor sería peor para los cuatro, mucho peor para los cuatro. Una gran confusión de conciencias remordiéndose ácidamente porque los prejuicios son muchos fuertes que el amor, y a eso Rebeca tendrías que comprenderlo más física que racionalmente.
Alejarse de las noches compartidas sin sentido solamente por habernos creído a salvo, porque en los pocos años de nuestros respectivos matrimonios ya habíamos aceptado que los esfuerzos eran inútiles, ahora no pensábamos como antes, casi obsesivamente, en tener hijos. Ya cada uno, Rebeca a su modo y yo al mío, habíamos sabido conformar un amor sin paternidad aunque maldiciendo nuestros destinos, simétricos y esquivos a la vez; porque quizás fuera por eso mismo que nos buscábamos, porque aquel aborto en la adolescencia de Lucía le impediría para siempre hacerme padre, y los inútiles esfuerzos de Juan, mi pobre hermanito, que no supo de su esterilidad hasta mucho después del abandono tácito y compartido de una Rebeca resignada a fuerza de terapia y lágrimas.
Por todo eso la equidistancia trágica nos arrimaba casi con lástima, como a dos barcos de papel en la cuneta, encerrándonos en hoteles baratos y sucios a pensar en ellos dos, en los primeros síntomas de Lucía, dieta rigurosa y paños húmedos de agua helada, porque los casi cuarenta grados y por otra parte la tristeza casi crónica de Juan, mientras aquí, en este cuarto de treinta pesos, vos y yo; Rebeca, nos alejamos del verdadero dolor, dándonos un amor apenas falso, casi físico.
Y mucho después, casi siempre pasando por un bar alejado y oscuro, borrándonos las huellas que nos dejamos mutuamente; volver cada uno a su silencio diario, con Juan ausente, quizás emborrachándose por ahí o perdido en mujeres baratas; y aquí en casa, yo escribiendo para intentar comprender todo esto, el por qué de toda mi ropa desordenada en el placard y el lugar en donde tendría que estar la de Lucía completamente vacío, el cuarto excesivamente limpio y la cama impecablemente tendida, porque después he llamado al doctor Luna y me lo ha dicho todo; entonces una reacción en cadena ha comenzado en eso y seguramente terminará cuando marque tu número, Rebeca y entre lágrimas ácidas y sollozos entrecortados, me cuentes de la carta de Juan, de su tímida confesión, de sus flamantes planes junto a Lucía y el hijo por venir.
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