Pueden ser piedras blancas pequeñas, pegadas por un sol de 11 de la mañana. Las voces son varias, en conjunto hacen las voces de una familia. El pedazo de cordillera que hace de marco, repite su rostro de siglos. El valle muestra su edad, dejando ver las huellas de su infancia brillando en los ríos. Una vez Ximena habló de habilidad con las palabras, entonces, ese valle no era aun paisaje de las retinas. Definir la condición humana bajo la luz de la individualidad, es igual a intentar definir las constelaciones desde la tierra. En el mismo valle, está la puerta de madera de color indefinido, que lleva a la luz del meridiano, en medio del tráfico de Quito. Desde el techo de esa casa, se puede ver el paso del tiempo, en forma de personas, de calles, de autos, de luces, de olor a café, de sombras, de gritos de informales arrancados de otro valle. También se ve la infancia de la respiración haciendo laberintos de ambientes. Tiempo después, la silla frente a la mesa, en el pequeño lugar, el calor es universal, mientras la lluvia hace canciones y poesías. Un momento se detiene la respiración, para que los ojos de la sangre regresen a los caminos del norte, en los que siguen sonando los pasos de lo real imaginado. De ahí en adelante, septiembre quedó guardado en todos los lugares. Había que habitarlo todos los días, todos los meses, todos los años. Había que reescribirlo.