Eran cási las siete de la noche de un veinte y cuatro de diciembre, cuándo vibró el timbre en mi casa de la calle Hóstos. Y peor nó púdo haber sido el motivo. Mi mujer y yo cenábamos entre llantos contenidos por saber que mi padre ocupaba una cama de un centro médico del pueblo.
Pero la idea que obnubilaba nuestros cerebros, surgía de imaginar lo que había sido siempre aquél festejo para papá: una ocasión anual que desde niño asumió cómo suya. Llegando, incluso, a provocar en mí un celo generacional. Pórque su actitud me forzaba a ser un espectador en su entrega y deleite por la 'noche buena'.
Entónces, ¿cómo cenar en soledad y distanciado de él, sí lo ocurrido con su salud, pintaba desgracia?. Y, menos, poder disfrutar de lo que en su vida siempre manejó con parentesco de ritual. Pero la noticia después del timbrazo, trajo un impacto de eternidad. Y así fué. Ya que la mañana del siguiente día, mi padre pasó a compartir con sus ascendientes, un lugar de profunda paz.
Y pasó que miéntras álguien en el campo santo, improvisaba un panegírico, se me acercó un jóven funcionario que con su prestancia, acaparó la atención de las chicas que nos compadecían en tán singular momento. Y, exáctamente, el amigo quién quiso aliviar con su fraterno afecto, el yugo a que una ausencia me sometería por el resto de mi vida, jamás imaginó:
Qué, mis ojos primero y mi mente después, no pudieron escapar de aquélla extraña distracción.
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