Al transcurrir la tarde, el cielo fue dando paso poco a poco a nubes aisladas que terminaron por cerrar el cielo. Sor Feliciana de San Francisco y la santita, se dirigieron hacia la casa de la alcaldesa por un dinero que la mandataria entregaría para obras de caridad. Sor Feliciana, en agradecimiento, se ofreció a rezar un rosario, la alcaldesa aceptó con gran alegría. Para la santita esto era un martirio, porque la monja los rezaba tan pausadamente, que se volvían en rosarios de nunca acabar.
En la noche, la religiosa no pudo conciliar el sueño por culpa de los truenos, se levantó y fue en busca de agua; al pasar por la recamara de Anaid, vio de reojo por la puerta que la joven estaba guardando bajo llave en un pequeño baúl una parte del dinero que le había sido entregado, Feliciana se persignó y se dio tres golpes en el pecho, se sintió culpable de tener malos pensamientos, porque recordó que las apariencias engañan.
Antes de que empezara la misa, la monja observó cómo cada domingo, que algunos se acercaban a Anaid a pedir consejo para sus pequeños problemas domésticos o no tan pequeños, ese día, la sobrina del cura se había llevado a una mujer a hablar a solas a la capilla, así que la religiosa se fue a hurtadillas.
Anaid actuando como si estuviera en un trance, daba en nombre de su ángel un muy buen consejo, pero al final pedía una retribución económica. Aquella idealización había sido un espejismo, la monja asustada, corrió y empezó a empacar su equipaje para informar a la madre superiora. Más que enojada con Anaid, estaba enojada con ella misma, por no saber distinguir entre la virtud de la prudencia que procede del Espíritu de Dios y la que proviene del espíritu del mundo. Y como gran desengaño es gran lección, aunque con daño, después de pensarlo un buen rato, convino en darle una lección a la Santita.
Un fuerte olor a incienso despertó a la sobrina del cura, un campanilleo y golpes secos en la ventana terminaron por hacerla levantar. Anaid abrió la ventana y un ángel rodeado de luz, vestido de blanco y alas de plata la saludaba. Se asustó tanto que no pudo hablar, solo pudo divisar que desde lejos, aquel espíritu celestial que le sonreía tenía ojos verdes como la albahaca.
El Ángel con una voz muy suave la felicitó por sus consejos que brindaba, puesto que había descubierto el gran valor que tienen las palabras, ya que ayudaban a superar las tristezas, le aconsejó que las cosas que se sienten en el corazón había que sacarlas fuera, porque quizá, otros podían aprovecharlas para su vida, le advirtió, que la honradez es un vestido transparente y que se puede engañar a todo el mundo, pero no a la verdad. Luego la luz se desvaneció y desapareció en la oscuridad.
Sor Feliciana corrió muy rápido, se despojó del disfraz de ángel, guardó la lámpara de aceite y las campanillas de cristal, luego se fue al cuarto de Anaid, quien, con voz temblorosa, narró lo que había acontecido. Esa noche juró ser buena. La religiosa sabía muy bien que los discursos inspiran menos confianza que las acciones, así que decidió solicitar permiso a la orden a la que pertenecía para quedarse un poco más en el pueblo, convirtiéndose en la conciencia de la santita y en ocasiones en su cómplice. |