A una hora determinada del día, las mujeres del pueblo sintonizaban la misma emisora para escuchar la radionovela. Era la distracción de las amas de casa, donde sufrían, reían y se distraían con las peripecias y dramas de los personajes. Resultaba un placer comentarlas y explicar por dónde iba la historia. La gente escribía cartas a sus ídolos, se enamoraban de su voz y de ese físico imaginado.
Un día, cuando Doña Carlota oía la radio de madera de cedro, mientras su marido le ayudaba a ponerse el corsé, oyó una voz inconfundible. La mujer tenía un don, nunca olvidaba una voz, poseía un oído de tísico para los acentos regionales. La voz que había escuchado se hacía llamar Eugenia, y era la protagonista de la novela llamada: “A mucho amor, mucho perdón”. Carlota reconoció de ipso facto la voz de Liduvina.
En el pueblo, nunca habían conocido en persona a alguien de la radio. Su marido no lo creyó, pero Carlota estaba segura, así que se apresuró a vestirse y se fue en dirección de la casa de Cándida a contarle que había oído la voz de su hija, no sin antes comunicarle esto a todo el que se encontró en el camino. Cuando Cándida abrió la puerta encontró mucha gente que la estaba observando. La sorpresa de todos fue grande y la admiración no fue de menos. Algunos querían ver su reacción, otros estaban allí para compartir la noticia, algunos para comprobar lo que la mujer decía y otros por curiosidad.
Todos recordaban muy bien a Liduvina. A los cinco años de edad habló. Al principio muchos creían que era muda, nadie oyó jamás un ruido salir de su boca, ni un susurro, o un intento de vocalizar. Su madre siempre respondía ante la inquietud de la gente: “El que habla de más, cansa; y el que habla de menos, aburre”. Pero a medida que fue pasando el tiempo se preocupó y la llevó donde varios doctores los cuales dictaminaban que no tenía ningún órgano dañado que impidiera su sonorización.
Todo ocurrió una tarde, cuando Leonidas de 9 años, cansado de oír de su madre que era peligroso el tomacorriente porque se podía electrocutar, convenció a su hermana que nada malo le iba a pasar si introducía un dedo allí, y de esta forma Leónidas comprobaría su teoría. Sin que la madre se diera cuenta, la pequeña no puso un dedo sino un tenedor en el enchufe.
Cándida que se encontraba planchando escuchando una novela de aventuras en la radio, sintió una fuerte explosión. No había fuego. Los electrodomésticos que estaban enchufados en ese momento, quedaron vuelto fragmentos, el estallido había dejado una mancha negra sobre la pared, los muebles y todo lo que estaba en ese cuarto quedó cubierto con hollín al igual que la madre y los dos hijos resultaron con el rostro sucio y el cabello erizado. Liduvina como si nunca hubiera estado muda, pegó un grito y a partir de ese momento empezó a hablar con soltura.
Los que le oyeron se sorprendieron, pero nadie tanto como su mamá. El singular sonido de una voz recuperada en su primera palabra: “¡mamáaaa!” Que siempre repercutiría en su memoria en los años por venir pronunciado con vehemencia por Liduvina.
Liduvina al parecer también quiso recuperar la ausencia de lengua en años de silencio porque después de ese incidente hablaría hasta por los codos. Su voz era hermosa, meliflua, pausada y clara, no correspondía a la imagen que se tenía de ella.
Cada martes a las dos de la tarde, se transmitía un programa de adivinanzas que Liduvina no se perdía y lo escuchaba mientras lavaba los platos en el restaurante donde trabajaba con su hermano en la capital. En una ocasión, Liduvina oyó una adivinanza que nadie había acertado, y sabiendo que su hermano desde muy pequeño había sido un gran experto en acertijos, se lo preguntó: “¿Qué cosa no ha sido y tiene que ser, y que cuando sea dejará de ser?”.
Leónidas sin demora contestó: “El día de mañana”. Liduvina sin pensarlo dos veces tomó el teléfono, marcó y contestó el enigma, a lo que fue citada para que se presentara ese mismo día en el edificio radial por su premio, que consistía en el disco de moda. Al ingresar en las oficinas radiales, observó mucha gente inquieta. Mientras esperaba, oyó por el pasillo que la protagonista radial quedó con disfonía como consecuencia de una gripe. El gerente del edificio radial que pasó al lado de Liduvina, se le veía preocupado.
Mas tarde el mismo hombre llamó a la joven para entregar el premio. Liduvina reconoció su voz, era uno de los locutores más emblemáticos del país. Cuando Liduvina ingresó a la oficina, aquel hombre llamado Agustín, observó a una joven sencilla, que no tenía belleza, era alta, delgada, de piel pálida, con el cabello negro atado en una cola de caballo, ojos castaños y saltones.
Recordó que cuando escuchó su voz por teléfono, lo cautivó, era exacta para sus oídos, dulce y suave, de un timbre notablemente femenino, de una dulzura poco común. Al hombre se le ocurrió una idea, le propuso a Liduvina que por un día fuera la voz protagónica cuyo personaje se llamaba Eugenia.
El premio se olvidó entregarlo. Lo que fue un trabajo de un día, terminó siendo su profesión. En la cabina de radio, le pasaron un libreto para que leyera. Su voz transmitía mucha dulzura, su rostro estaba muy concentrado en lo que estaba leyendo, era un talento innato.
Aunque Liduvina no era bella, su voz era hermosa, su dicción era perfecta y con ella cautivaría en las tardes a toda la gente de su pueblo. Desde ese día su verdadero nombre sería mencionado todos los días al empezar la radionovela y sus oyentes se transportarían a lugares lejanos y remotos en el tiempo, cuya imaginación se nutriría de imágenes extraordinarias, viajando sin salir del espacio donde estuviera el pequeño aparato. |