Vivo en un país en que una infinidad de acentos y giros identifican a los que lo habitan. Lo pueblo con palabras sueltas y silenciosas que intentan traducir el rumor que me inquieta. Poco he caminado por este territorio de vastas dimensiones, pero intuyo tribus, clamores, sonidos ancestrales de cadenas y barrotes que promueven el descontento.
Conozco una avenida construida por poemas, una especie de Avenida Apia surcada de romances, conquistas, deslealtades y la magia que amalgama cada trecho para hacerla transitable. Esta patria no es citada en mapa alguno y sin embargo la hacemos real con nuestras fantasías, ella se fue creando de esbozos, de palabras y palabras que unidas le dieron forma a lo que parece un sueño. La pavimentamos con esmero, cada cual aportando lo suyo, sílabas que se encadenaron férreas a la causa y que hoy son el alma del territorio.
Libertad es la consigna que nos identifica como ciudadanos, mas, surgen los comandos contestatarios, los líderes autoproclamados, el peñascazo aleve, una mesa de dimensiones desproporcionadas donde acuden algunos a practicar su libertad de palabra.
En esta patria pocos conservamos el apellido, porque de alguna forma iridiscente nos recreamos para redimirnos de ese otro mundo que tanto o tan poco nos identifica. Recibimos el bautismo que no nos obliga a venerar dioses, sólo le rendimos culto a esas veintisiete letras que nos permiten crear el cántico ancestral, el grito del alma, las voces apagadas de los muertos, tu voz, mi voz, esbozada en el papel o articulada a contramano en los medios tecnológicos. Somos palabra y silencio en este mundo azul del que nos proclamamos sus patriotas.
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