Algunas de las hojas se resistían a los golpes del viento, y otras simplemente se dejaban ir y caían mansamente. Una pequeña lluvia de hojas doradas tejió un tapete de resplandores terrosos. Pronto el árbol quedó desnudo. La suave brisa del norte, había hecho desaparecer las hojas perennes y llenas de vida, pero esa vez ninguno de los habitantes lo notó.
El árbol plantado por la época de la colonia y situado en la plaza del pueblo, despertaba cada día entre algunos cantos perdidos de las aves de paso. Fue creciendo entre sacudidas y vendavales, fortaleciéndose en un árbol grande y frondoso a cuya sombra se habían cobijado generaciones. El viento había llevado muy lejos las hojas que un día le habían adornado. Ahora, era un árbol seco, con el tronco desnudo y una rama muy gruesa y torcida simulando una mueca siniestra o un rostro funesto y atormentado como los moribundos. Era demasiado viejo para hacer crecer nuevamente ramas y hojas que lo alimentaran.
Cierto día, Josefina (quien era conocida como la pajarera, porque en un tiempo atrapaba pájaros en sus viejas jaulas y les ponía el nombre de presidentes muertos), contempló aquel árbol desde la ventana de la casa del carpintero y vio que realmente era hermoso. Parmenio, quien le estaba reparando un mueble viejo dijo: - La muerte rodea ese árbol, ya el aspecto macabro que tiene lo insinúa. A lo que la mujer contestó: - Todo problema tiene solución.
El carpintero insistió que en la plaza, sólo habitaba un pequeño temor: pasar por ese árbol tenebroso, porque muchos aseguraban que un día se tragó a un leñador que quería cortarlo, otros, que habían escuchado un suave chistido como invitando a acercarse, pero cierto o no, la gente lo evitaba, porque al mirarlo producía tristeza, por eso era llamado el árbol de la melancolía.
-Como dijo alguien alguna vez: "muerto por dentro pero de pie como un árbol". Respondió Josefina y le pidió a Parmenio que le fabricara una casita para pájaros, pensando para sí misma, que para mejorar las cosas es necesario imaginárselas distintas. Cuando le fue entregada la casita, Josefina, la pajarera, la colgó en una de las ramas en forma de manos huesudas que crepitaban con el viento.
Inés observó desde su balcón, cuando la casita estaba siendo colgada y le pareció una pérdida de tiempo. Ambas no se dirigían la palabra, pero por más raro que parezca, cada una sentía la presencia fraternal y afectuosa de la otra.
Mientras regaba y hablaba a sus plantas para animarlas a crecer; Inés habló fuerte para ser escuchada: -El tiempo perdido los santos lo lloran. Y Josefina quien vivía al frente de la casa de Inés contestó con voz alta para ser también oída: -La envidia, dice el autor, es martillo destructor. Inés cerró la ventana bruscamente.
Al siguiente día, Inés fue donde el carpintero Parmenio y le encomendó la fabricación de una casita para pájaros. Apenas la tuvo en sus manos fue hasta su vivienda, tomó una escalera y la colgó en una de las ramas más altas para que fuese vista por todos, pero en especial por su enemiga para causarle enojo. Josefina, la pajarera, se enteró de que su vecina había decorado el árbol con una casita más elaborada, así que esa tarde le encomendó otra a Parmenio.
Para todos, era normal oír discutir a voz en grito desde los balcones a las dos mujeres. Aunque discutían por todo, esa vez, la contienda la formaron por la que ordenaba hacer la mejor casita para pájaros, pero entre discusión y discusión y fabricación, poco a poco el viejo árbol se fue llenando de pequeñas moradas y la disputa terminó cuando otros tomaron la idea de la creatividad y la inspiración compartida, dándole a los hogares para pájaros y al árbol, un sentido grupal, brindando para todos una colorida y atmósfera muy particular. Desde entonces, el árbol lúgubre, triste y seco donde, a modo de pajarera, descansaban aves ensimismadas y sin rumbo, paradójicamente ahora contagiaba vida. |